No llores, mi Princesa

CAPITULO 2

CUERVO

CAPITULO 2

Sentado en el sofá del salón, admiro la luz del día sucumbir ante los encantos de la noche. Sin prisa, me tomo mi vaso de búrbon mientras me distraigo con mi celular. Sin prestar atención, leo sin interés los artículos del día hasta que uno capta mi atención: “La lista de los solteros más codiciados”, y con una sonrisa observo mi fotografía encabezar en el encabezado. Me río, y niego con la cabeza. La fotografía no está mal, no es una de mis mejores, pero es aceptable.
Con ganas de divertirme un rato, presiono mi dedo en el link. Leo el artículo riéndome con ganas y amargura. Es tan fácil engañar a las personas y a los medios de comunicación, tan solo se necesita unos cuantos ingredientes perfectos: una fachada bien cuidada con ropa de diseñador, peinado de modelo, y una actitud de estrella con un carácter explosivo; y se logra que el vanidoso mundo caiga a tus pies. Sí, esa es la receta, y si a ese cocktail le agregas alguna herencia de uno de los consorcios más importantes en el mundo de la tecnología y de la telecomunicación, no es de extrañar que mi foto aparezca en los tabloides como el soltero más codiciado.

Aburrido, asqueado, tiro mi celular sobre el sofá. El atardecer vive sus pocos minutos para ceder su lugar a la noche. Contento, termino mi trago de un tiro. La hora en mi reloj me recuerda que falta poco, muy poco. Pronto, podré olvidar por unas cuantas horas esa vida superficial y dejar fluir mi verdadero ser. Aquel que pocos conocen, él que se viste de noche con guantes y chamarra de cuero, botines de moto con una línea de plata en las puntas. Ese soy yo, el hombre de negocio que creó un personaje ficticio en el mundo de la noche: El Cuervo.
Sí, soy el Cuervo. El jefe de la pandilla más grande de la ciudad. Aquel que todos le temen porque saben de que El Cuevo no tiene nada que perder.

Para matar el tiempo, inicio mi computadora y chequeo los últimos correos dejando a un lado los reportes con sus estadísticas. Al abrir el buzón, son más 80 correos que caen en la bandeja de entrada, de inmediato me arrepiento de haberla abierto. A regañadientes me sumerjo en el trabajo.
Cuando por fin veo la luz al final del túnel, la pequeña aguja de oro de mi reloj apunta las once. Maldiciendo, camino con prisa hasta mi closet.
Frente al espejo, me desvisto sin dejar de admirar el tatuaje de mi cuervo sobre mi hombro derecho: plumas espesas negras, ojos de un amarillo penetrante y un pico tan afilado como una navaja. Desde allí, él parece desplegar sus alas mientras su cabeza se inclinada levemente, saludándome.
Muchas veces me pregunté, ¿por qué un cuervo? Y siempre llego a la misma conclusión que yo no lo escogí, él me eligió a mí.

Termino de vestirme, y con prisa me dirijo al garaje: allí, Betty me espera. Ella es mi mujer, mi moto: una Harley Davidson Fatboy negra: sus discos sólidos en las llantas cromadas son una tentación; su motor Output Twin Cam 103B te deja sentir su pulso vibrar entre las piernas; y su confortable asiento de cuero negro con la curva de sus guardabarros traseros complementan su silueta. Cada vez que la veo, me enamoro; y siempre la acaricio antes de montarla. Siempre, todas las noches.
Sentado, aprieto el control del portón del garaje, prendó las luces y suelto mi moto para adentrarnos en la penetrante oscuridad de la noche. En las colinas, acelero y dejo el motor de mi montura rugir de satisfacción hasta sentir la embriagadora sensación de libertad y de perfecta sintonía: mi Betty, yo y mi cuervo. Los tres somos indisociables, y no puedo imaginar mi vida de otra forma: no desde aquel día en el puente.

Al llegar a la ciudad, las luces de los faroles desfilan por el visor de mi casco mientras los edificios y los rascacielos pasan a una velocidad vertiginosa. Piso el cambio y aumento la velocidad para dejar atrás los pocos conductores nocturnos. Sigo unos kilómetros antes de dar con la salida hacia a la autopista. Allí, doy rienda suelta y dejo la velocidad tomar el control de mi vida hasta llegar a mi puente. Más me acerco a mi destino y más me urge llegar allí cuanto antes.
Todas las noches es así. Cada noche tomo mi moto y hago ese mismo ritual. Es una extraña sensación, pero tengo que ir allá, tengo que volver allá, siempre. Es una amarga tortura que me obliga a abrir la botella de los recuerdos que reprimo todos los días. Los recuerdos de la muerte de un pasado que nunca volverá.
Ella, nunca volverá.
Y por eso tengo que ir al último lugar donde la vi, al último lugar de su corta vida. Con la garganta apretada por la emoción, veo por fin el puente aparecer y desacelero sin poder avanzar más.

El impacto de los dolorosos recuerdos me sumerge como una ola gigantesca que destruye todo a su paso. Al instante, el tan buscado dolor llega, me comprime el pecho, me hela las venas destruyéndome por dentro. Y lo abrazo, agradecido por recordarme por qué no debo avanzar, por recordarme cuanto me odio y cuanto la amo. Con esos pensamientos acelero y subo la cuesta para llevarme a mi destino final.
Es en ese entonces que me doy cuenta de la presencia de un vehículo al lado derecho de la carretera de mi puente. La frustración es tan insostenible que estoy a punto de gritar de ira: “¡¡¿Quién se cree ese tipo de mierda?!! ¡Es mi puente, mío! ¡Mi muerte, y sobre todo a esta hora!”.
Me paro, levanto la visera, mandíbula y manos crispadas. Inspiro hondo e intento razonarme. Vuelvo a acelerar, bajo la visera y suelto mi moto, listo para volver más tarde. Estoy por pasar el vehículo cuando de reojo veo un pedazo de tela blanca ser azotado por el viento después de la baranda de seguridad.
Freno, y espero. La tela vuelve a ser azotada por el viento. Y ahora, no me cabe la menor duda: esa tela solo puede ser de un vestido o de una falda. De inmediato, conecto la tela con el vehículo. Sin esperar me quito el casco y corro hacia allá.
Cuando la veo, a punto de saltar: la garganta se me cierra, mi pulso aumenta, siento mis sienes palpitar, mis manos sudar, y debilidad en las piernas. Mi mente lucha entre los recuerdos de un pasado doloroso y el presente. Entre la mujer de ahora, y la mujer de mi pasado.
Nadie sobrevive a esa caída, sé de lo que hablo.
Con cuidado me acerco, sin ruido, hasta llegar a su altura. —No lo hagas —le susurro para no asustarla.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.