Me despierto con el sol en mis ojos, despacio intento abrirlos, pero siento como si fuesen a salir de orbitas. Insuportable. Esquivo el sol, y me hundo debajo de mi almohada. Sí, también me duele la cabeza, es un hecho. El dolor en mis sienes es intolerable. Me siento como si un camión me hubiese atropellado. Desorientada, intento leer la hora; las agujas se mezclan hasta que mi cerebro logra descifrarlas: son las diez de la mañana. Con sueño, me vuelvo a acostar cuando siento que algo anda mal, no tengo memoria de la noche de ayer. Creo que los tragos tuvieron razón de mí.
Después de todo, qué importa: nada. No es como si hubiese asaltado a un banco o robado un coche... ¡el Bugatti! Me incorporo y tomo mi cabello entre mis manos... Recuerdo haberme ido de fiesta con Antón, él me llevo devuelta y... y yo me fui ¡con el auto de mi padre! En pánico, me visto y corro hasta el garaje: el auto está allí, en su lugar. Tampoco me acuerdo haberlo estacionado.
Perpleja, me devuelvo a mi habitación. Me siento en mi cama, hoy es domingo...
—Catalina, ¿estás lista? —pregunta mi padre, detrás de la puerta.
—¿Vamos a algún lado?
—Es una broma —dice, mi padre irrumpiendo en mi habitación molesto.
—No...no, ¿tenemos algún compromiso?
—¡Dios, Catalina! ¿Dónde tienes la cabeza? —Sin entender miro a mi padre, cuando me doy cuenta que está vestido de negro. Mi pecho se congela, dejo de respirar, y la realidad vuelve a mí—. Hoy es el aniversario de la muerte de tu madre y de Ben, ¡así que vístete ahora! Te doy cinco minutos.
—Puedo llegar allá sola, no tenéis por qué esperarme.
—Me da igual cómo llegues, pero vienes con nosotros. Todos...
—... todos los medios de comunicación estarán allí —cito, imitando su voz.
—¡Cómo te atreves, eres una...
Cierro los ojos con fuerza, sé que su mano está alzada al aire, sé que pronto escucharé y sentiré su palma impactar mi mejilla como sentencia y castigo.
—Cariño —dice mi madrastra al llegar en el momento oportuno... como siempre—, el chofer nos espera afuera.
—Ocúpate de ella, la quiero lista en cinco —dice, antes de dar un portazo dejándonos a mi madrastra y a mí en la habitación.
—Se te olvido, ¿verdad? —me susurra ella, a la par mía.
Alzo los hombros con indiferencia. Siempre habrá motivos, pretextos, razones para montar toda una escena de niña mala y pobre padre responsable de una hija ingrata. A veces, realmente llego a creérmelo, que no sirvo para nada. Ni siquiera para recordarme del aniversario de la muerte de mi propia madre y de mi hermano mayor. Por eso Antón me llevó temprano ayer y me acompañó... hasta la maldita puerta, el infeliz.
Siento la cama moverse, mi madrastra ya anda buscando dentro de mi armario una vestimenta aceptable y presentable para los medios... y las posibles entrevistas... y las fotos.
—Nunca tendré un momento de privacidad, ¿verdad? Es decir, ni siquiera hoy.
—Tienes que ser fuerte, tu padre nos necesita —me anima, con una sonrisa mientras pone la ropa en mis manos—. Anda al baño, límpiate y vístete.
—No tengo tiempo...
—Ganaré tiempo, pero no tardes Catalina.
En la ducha, el agua caliente se convierte en mi refugio, como una especie de segunda piel que me envuelve y me reconforta, alejándome de las frías garras de la soledad. Hoy, mi corazón está partido, roto en mil pedazos y tengo que enfrentar la realidad. Una realidad que huyo cada día, odio mi vida cada día más, me desprecio un poco más, pero sobre todo: detesto a todas las personas a mi alrededor totalmente ajenas a mi dolor.
Hoy, los medios querrán una foto de una familia unida apoyándose mutuamente en el dolor. Un padre con su hija abrazados, junto con la nueva y digna esposa del senador.
Hoy, tendré que mostrar mi tristeza ante el mundo entero, una tristeza noble sin lágrimas.
Hoy, es el día que había decidido no volver a vivir.
Hoy, es el mundo del que nunca quise despertar.
Pero ahora, aquí estoy; desconsolada, en la ducha, intentando juntar los pedazos quebrados de mi alma rota por siempre. Afuera, todos esperan una sola actuación: la chica chic del senador, digna y noble en el dolor.
Sí, una mierda, no hay otra palabra.
A regañadientes, salgo de la ducha y tiritando me seco para vestir sin mirar lo que mi madrastra escogió para mí. Con mi mano quito el vapor del espejo, y sin pensar me peino con un moño alto; maquillaje para ocultar mi falta de sueño, maquillaje para ocultar la marca en mi mejilla izquierda, maquillaje para mostrar al mundo mi rostro grácil y sereno ante la tragedia.
Ocultar una tragedia para enseñar otra...
Estoy lista, la imagen del espejo me devuelve mi otro yo, él que enseño al mundo, él que todos conocen. Cuando me decido a salir no hay nadie en mi habitación, mi madrastra parece haber desaparecido para dejar en su lugar un par de zapatos de tacones altos y negros. Y no, ni crean las aparencias, ella no es mi hada madrina, en absoluto.
Vestido negro, zapatos negros, bufanda negra ¿por qué los entierros siempre son así? Hoy, odio el negro; hasta el collar de perlas dejadas sobre mi escritorio por mi madrastra, es negro... ¡Dios, mejor tirarme de un puente que volver a pasar por ese día otra vez!
De pronto, me congelo... tirarme de un puente.
Ese pensamiento me es familiar y tan vívido que hasta logro visualizar el puente, el viento, las luces de la ciudad, la oscuridad del cielo, el contacto del acero debajo de mis pies y en mis manos. Hipnotizada, abro mis manos y en ellas puedo ver las marcas en mis palmas. Hasta ahora realizo que al abrirlas y cerrarlas me duele. ¿Qué he hecho?
—¡Catalina! —grita mi padre, desde abajo impaciente. De un brinco y sin contestar, salgo de mi habitación con mi bolso... negro. Atravieso todo el corredor y bajo las escaleras para llegar a la entrada—. Apuesto que lo has hecho adrede de tardar tanto. Quieres hacerme quedar mal, como siempre. Ni sé por qué me esfuerzo tanto contigo, eres un caso perdido.
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Editado: 28.07.2021