No me digas adiós

Capítulo 22

Domingo 9 de septiembre

Matías no entiende bien que es eso de quedar en shock. Pero si un día después le preguntaran que pensó cuando vio a Carmen en la entrada al estadio, respondería que no pensó nada porque estaba en shock.

Su mente en esos instantes es un caos tal que es imposible asir un pensamiento coherente. Frente al joven, a menos de diez metros, está la que hasta una semana era su novia. Es imposible tratar de evitar que su corazón de pronto parezca un caballo al galope dentro de su caja torácica.

En algún momento piensa: «¡Cielos! ¡Es Carmen! ¡Qué hermosa está! ¡Es el amor de mi vida! ¡La amo! ¡Perdóname mi amor! ¡Jamás podré querer a alguien como te quiero a ti!». Pero son pensamientos dispersos, no siguen una línea concreta, ninguno precede a otro.

Cuando por fin su cabeza empieza a funcionar con normalidad, tras lo que parece una eternidad, se obliga a reprimir ese casi irresistible deseo por correr, estrecharla con fuerza entre sus brazos y decirle cuánto la ha echado de menos. No lo hace porque no debe, no puede. Se obliga a pensar que sólo es efecto del momento, de la sorpresa.

Para reprimir ese impulso vuelve su atención hacia Francisco.

―¿Qué hiciste?

Francisco está algo más relajado. Matías entiende que era eso lo que lo tuvo nervioso los últimos momentos. Ahora, es como si se hubiera quitado un peso encima. Lo que iba a hacer ya está hecho, para bien o para mal.

―Habla con ella. Después lo arreglamos nosotros ―dice mirándolo a los ojos, y en ellos cree ver algo ¿recriminación? Luego regresa con el resto del grupo.

―No te enojes con él ―pide Carmen, que se ha acercado a sólo un metro del joven―. No lo dejé en paz hasta que accedió a reunirnos.

―No sé si estoy molesto, es sólo que… ―«es sólo que sabe que hoy jugaba para ganarme el derecho a charlar con una chica y en cambio me trae con mi ex.»

―Es sólo qué…

―Es sólo que estoy sorprendido. ¡Me has dado una gran sorpresa!

La joven por fin le sonríe, es una bonita sonrisa, algo tímida y ahora nerviosa, dubitativa.

―Una sorpresa agradable, espero.

―Ahora mismo no sé qué pensar. ―No quiere ser grosero, pero si le dice todo lo que su sola visión le ha hecho sentir… tampoco quiere que tenga falsas esperanzas.

Ha recordado por qué terminó con ella. Ahora que la sorpresa se ha diluido, se siente un poco incómodo. Es cierto eso de que ya no la ama, pero si se lo preguntan, no hay chica a quien quiera en esos momentos más que a Carmen. También recuerda que otro motivo de peso fue la distancia. El amor apagado, la distancia, son cosas que siguen allí, y no hay nada que pueda remediarlo. Se siente mal pero lo que le apetece es mirar a las gradas, para ver a la chica de la sonrisa. No. Carmen no puede saber que hay alguien más, aunque sea una relación unilateral.

―Tenía que verte ―dice la joven―. No me hacía a la idea de que todo terminara, no…

―Siento todos los ojos clavados en nosotros ―interrumpe Matías―. Vamos afuera.

―¿Te apena que te vean con una chica guapa? ―Hace un mohín, se lleva una mano a la cadera y endereza el cuerpo, resaltando su figura esbelta.

―Que no miren los del otro equipo o me romperán la pierna por envidia.

Carmen ríe. Matías la invita a salir del estadio. No le toma la mano, ni de la cintura ni pone una mano en su espalda, como hacía hasta hacía poco. Suficiente ha hecho con reconocer que es guapa.

Afuera no hay bancas. Hay un tosco estacionamiento donde se amontan sin orden las motos y autos de jugadores y afición por igual. Más allá, al final de todo, el auto de Rivera. La opresión que siente en el pecho al ver esa camioneta le confirman que hará lo correcto. Es cierto que imaginar a Carmen con otro lo enferma, pero… no con esa fuerza.

―Mati…

El chico la hace detenerse.

―Sé a qué has venido ―comienza―. En parte me halaga, por otro lado me siento mal y a la vez te agradezco que estés aquí ―«ahora entiendo el gesto recriminatorio de Francisco: “habla con ella”»―. Te explicaré por qué ya no podemos ser novios.

 

Matías habla y ella escucha. Y mientras habla, con cada palabra que surge de su boca (esa boca que tantas veces la elevó al cielo y que ahora la condena al infierno), su corazón se hace más pequeño.

El joven no es cruel, aunque desearía que lo fuera. Necita un motivo para reunir la furia necesaria y gritarle que es un cobarde, que es traición, que no tiene palabra, que prometió que nunca la dejaría y que nunca se dirían “adiós”. Pero ninguna palabra la pone furiosa, solamente triste.




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