Efectivamente, en muchos días vio más la puerta cerrada que al protagonista de sus pensamientos.
Si pensó que la relación entre Caruso y ella, cambiaría a mejor, había sido una ilusa. Se le había convertido una costumbre verlo por momentos breves. Podía contar esos momentos con los dedos de la mano. Eran pocos dedos los que tenía que contar. Por ejemplo, uno de ellos era cuando entraba y salía a recibir a sus pacientes. Era amable y generoso con cada uno dellos. Excepto con ella, que cambiaba por esa actitud casi glacial que podría helar el mar Atlántico. Congelarlo con una mirada. Solo, para sorpresa suya, Joyce la trataba bien. No era una mujer de muchas palabras, tampoco lo era ella, pero al menos la saludaba con calidez. En cambio, el hombre no era igual.
Por otro lado, no se podía quejar. Prefería estar así que peligrar su corazón tan tontamente.
¿Por qué te mientes, Clare?
La conciencia podía salir de la nada para avergonzarla y echarle en cara sus palabras. Como ahora mismo.
Sin embargo, esa rutina que vivía cada día que pasaba por la consulta en el East End (no eran todos los días de la semana porque, también, tenía que asistir a Mayfair y ella no podía evidentemente) varió un poco ese día.
El grito y el llanto de un niño la apartó de sus pensamientos y se centró en la realidad. Una mujer llevaba de su mano a un niño que lloraba desconsoladamente. Podía tener unos ochos años. Se levantó del asiento y fue directa hacia ellos.
— Señorita, siento mucho molestarla — dijo la madre con el acento cockney —. Mi hijo se ha caído y se tropezó con unos cristales que había en el suelo.
— Duele — se quejó el pobre.
Echó un vistazo por encima de su hombro y no se abrió la puerta. El médico aún seguía atendiendo a la anterior paciente.
— Podéis sentaros — dijo con calma y le pidió al pequeño que le enseñara dónde le dolía.
— Shhh — extendió su pequeña mano y la cogió con cuidado—. Bien, tranquilo. No tiene mal aspecto. El doctor te va a quitar estos trocitos y no te va hacer daño — ella tenía la tentación de quitárselos, pero no podía sin el consentimiento de Caruso—. Aviso al doctor y vengo.
— Gracias, señorita — le dijo a la madre.
El niño la miró, y por suerte, dejó de llorar. Ella le revolvió el pelo al niño y les sonrió.
— No tardo.
Se quedó paralizada cuando al darse la vuelta Caruso estaba al frente junto con la señora Perkins. Esta última, cuando vio a la joven madre, se acercó hacia ellos. Parecía que los conocía. Así era.
— Vecina, ¿qué le ha pasado a Jack? — preguntó la señora mayor.
— Una mala caída.
Conversaron un rato más antes que el médico ser acercara y les interrumpiese. Apartó la mirada de la señorita Rawson y la dirigió hacia el herido.
— ¿Qué te ha pasado, campeón?
— Me he caído — sorbió la nariz y señaló con el dedo de la mano sana a Clare —. Me ha dicho que no me hará daño.
— Hay que quitar los trozos y desinfectar la herida. Puede que te escueza. ¿Es usted la madre? — sus ojos se alzaron hacia la otra mujer.
Ella asintió angustiada.
— No se preocupe, la sangre no es profusa. Puede acompañar a su hijo, ¿cómo has dicho que te llamabas? — le preguntó mientras le abría la puerta de la habitación.
— Jacob, pero me gusta más Jack — sí, no había más lágrimas.
Clarette respiró más tranquila y sonrió ante la estampa que veía delante de sus ojos.
— ¿No puede venir ella? — se giró atónita por la petición del niño.
— Yo... no creo — parecía tonta al balbucear—. Seríamos muchos.
— Jack, quizás ella debe quedarse — dijo la madre pensando que su hijo había metido la pata.
Charles se quedó mirándola sospesando la opción. Sintió que las piernas le temblaban y un hormigueo se extendía por su cuerpo.
— Sí, puede entrar — entró dejándole paso.
Aunque se parecía la consulta que había en Mayfair, esta parecía más sencilla y más grande. Había un escritorio de madera, dos camillas y el material del médico, que estaba en un estante mientras que en unas vitrinas estaban colocados unos botecitos de hierbas y frascos, cuyos nombres estaban en latín. Era la primera vez que le permitía entrar.
La enfermera Joyce enarcó una ceja al verla. Vio su intención de preguntarle, pero se calló y dispuso de cambiar la camilla. Puso como una sábana nueva y sacó el banquillo para que se subiera el niño.