No me odies #5

Capítulo 27

El frío la alcanzó cuando el calor de la persona que amaba se marchó.  El amanecer poco a poco estaba apareciendo. 

Suspiró y se giró con la sábana envuelta a su cuerpo desnudo. La ausencia se notaba por cada esquina de la cama. No estaba. Se había ido. Aunque era lo mejor, porque si estaba, podría pillarlos en una situación bastante peliaguda. Aun así, le hubiera gustado verlo antes de que se fuera. Se había ido como llegó. En silencio, sin que notara su presencia.  Había sido sorprendente que él la hubiera visitado anoche. ¡Cómo había acabado la situación!

Tragó un suspiro y se irguió con el cuerpo dolorido. Pero no era un dolor que se podía quejar, no era desagradable. No, todo lo contrario. Además, la dicha que la abordaba era tan inmensa que apenas se acordaba de las agujetas . Por dentro, se sentía como en paz, satisfecha y querida. Muy querida.

Sin embargo, la felicidad se podía borrar de un plumazo si él llegase a la verdad.

Negó con la cabeza apartando cualquier pensamiento amargo que la pudiera entristecer. No quería pensarlo mientras podía saborear la felicidad un poco más. Un poco más. Se estiró, recordó las dos veces que él la había amado.

¡Había sido tan precioso! 

Una sonrisa tonta se le iluminó el rostro y llevó la mano a los labios rememorando todos los besos que había disfrutado. Sus besos.

Los de Charles. 

  —  Oh, no —  su sonrisa desapareció, sustituyendo por ella, un rictus de preocupación cuando alzó la sábana y vio los restos de sangre en sus muslos, que le indicaba que no era virgen.

Salió de la cama a trompicones. Aunque el cuerpo se le aquejaba del esfuerzo físico que había hecho durante la madrugada, se dio prisa para coger una bata y evaluar los daños. Sí, había una mancha en el centro de la cama. Gimoteó para sus adentros. Tenía que ser prudente para que nadie se percatara de lo que había pasado en esa noche. No quería que lo descubriesen. Las consecuencias serían desastrosas, empezando por su madre. Antes que llegaran las criadas y pudiesen ver las pruebas de la pérdida de su virtud; fue al armario y buscó un recambio de sábanas. Debería haber uno.

Se dio aplausos por encontrar uno. Aunque nunca había hecho una cama, al menos se podía dar la imagen de unas sábanas desordenadas. Mejor eso que unas sábanas manchadas por sangre. Las metería en una bolsa o esconderlas para tirarlas más tarde. Haría lo que pudiese para disimular que allí no había pasado nada. Si tenía que contar con la ayuda de su doncella, lo haría. 

***

Lady Rawson pasó por su habitación para comprobar como seguía de salud. Ya había desayunado, y su hija no había bajado. Le preocupaba que siguiera mal, ya que la boda sería en tres días. No quería que su hija llegara al altar con el rostro congestionado. No daría una buena imagen de una novia que gozaba una buena salud para ser entregada a lord Erikson. 

No golpeó la puerta, entró. Se encontró a su hija levantada y estaba siendo peinada por su doncella. Tanto como su hija y la empleada no se alteraron por su presencia. Se acercó y apreció que tenía las mejillas con color. Eso era una buena señal.

  — ¿Cómo te encuentras? — sin quita la mirada de ella, también notó un brillo especial los ojos. No solo en los ojos. Resplandecía.

Le alegró ver ese brillo que antes no había visto. Quizás, su hija estuviera mostrando más interés por su prometido. 

—  Mejor, madre.

 — Se te nota. Ya se acerca la boda, y no estaría bien que te viese enferma, lord Erikson. Hubiese sido un desastre, quizás, se replanteara sobre el compromiso.

 La señorita Rawson maldijo en silencio. Ojalá lo hubiera pensado. Así podría haberlo desalentado. Mantuvo una expresión serena, en vez del asco y pavor que realmente sentía. Después de disfrutar de los brazos de Charles, no se imaginaba otros que no fuera los de él. Sin embargo, estaba la mentira que los podría destruir. 

La mentira que se ganaría su odio para siempre. 

— Sí, hubiese sido un desastre...    

— Bien, te dejo. ¿Vas a bajar a desayunar?

— Sí — no había comido y tenía un hambre voraz. 

Su madre asintió y las dejó. Clarette se relajó al verla marchar. El recordarle la boda, se le agrió el humor.

— ¿Qué sucede, señorita? ¿Por qué se ha puesto triste de repente?

— No creo que debería casarme — dijo en voz baja.

La doncella no supo con seguridad sí le había escuchado; pero esperaba que si lo que había dicho fuera en "no casarse", se le quitara la idea, sino se ganaría el enfado monumental y el repudio de su familia. Por siguiente, el ostracismo de la sociedad. Le daría la espalda. 

*** 

La joven estaba bajando las escaleras cuando su mayordomo apareció ante su visión con un ramo de rosas blancas. 




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