Unos días después...
En Devonshire.
La brisa le revolvió los caballos mientras salía y buscaba a su esposa. Había estado bastante tiempo en el despacho organizando todos los preparativos para marcharse a Londres. Faltaba comunicarle a Clarette que se tendrían que ir al día siguiente. Aunque le gustaría quedarse más tiempo disfrutando de los placeres maritales, el deber le impedía anteponer sus deseos que a sus obligaciones. Había dejado bastante ausente las dos consultas, y no podía dejar abandonados a sus pacientes, aunque le había pedido a un amigo de la familia, que era médico, que se ocupara por unas horas las dos consultas. Era hora de volver. No podía retrasarlo.
Caminó por el manto verde que había a los alrededores de la casa. Sus padres ya no estaban después de decidir a visitarlos y echarles como no una pequeña "bronca" y conocer a quién sería su hija política. Le encantaron saber que se había casado y haber hecho, por fin, bien las cosas. Sus tíos no estaban porque estaban en Brighton junto con sus hijos y el duque y la duquesa Werrington regresaron a Londres.
Cada uno volvía a su vida como algo normal en su rutina. Cambió los pasos y se fue detrás del invernadero. Sin embargo, para ellos, aún tenía que enfrentarse a otra realidad: la sociedad y los padres de su esposa, que aún estarían disgustados con la noticia, que se imaginaron que les había llegado. Londres no era exenta de noticias. Seguramente les habría caído como una jarra de agua fría cuando su intención preferente era que se casara con lord Erikson, otra persona que estaría más molesta por haberle robado la novia. Pero él no tenía remordimientos, nunca los había tenido. Ni antes, ni ahora. Aunque era médico por vocación, era ladrón en cuanto deseaba algo en la vida. Nadie, menos él, le iba a quitar el amor de su vida. Además, él había hecho mal las cosas. Por fortuna y el destino, no se habían torcido.
Detuvo sus pasos y la miró, sentaba sobre el césped sin importarle que la hierba le manchara. A su lado, estaba un libro abandonado y abierto por la mitad. Tenía la mirada perdida, pero eso no lo quitaba la belleza que era por dentro y por fuera. Se acercó sin que se diera cuenta, como otras veces había hecho, pero la vida de matrimonio le había hecho conocerlo bastante.
— Te pillé — él escondió una sonrisa y se sentó a su lado sin dejarla de mirar.
— Quería darte una sorpresa.
— Claro, te gusta asustarme — enlazó sus manos en su nuca, pero no desaprovechó el tiempo para acariciarle los mechones rebeldes.
— No lo niego — su cuerpo reaccionó a sus caricias, siempre que le pasaba cuando lo tocaba.
— Me he preguntado por qué eres tan sigiloso como un gato. No se me olvida como entraste aquella vez en mi habitación — se sonrojó y él supo de qué recuerdo estaba hablando.
Le encantó el rubor que se extendió por su rostro y el escote. Le acarició con el pulgar la mejilla ruborizada. ¡Qué le cortaran los dedos si no podía hacerlo!
— Tampoco cuando caminabas en la consulta.
— Pensé que lo sabías — comenzó a besar su frente, su sien y fue bajando...
— ¿El qué? — contuvo un jadeo ya que cuando la besaba, el sentido y la razón se esfumaban de su mente y se iban a una isla solitaria y paradisíaca —. ¡Charles!
Se apartó un poco abrazándola a su pecho. Intentó calmar los frenéticos latidos de su corazón.
— Aunque mis padres trataron el asunto con la más discreción posible cuando nos adoptaron a Ally y a mí, había rumores recorriendo sobre nuestro pasado — Clare notó que su voz cambiaba y se tornaba más seria. Ella lo miró —. No podemos negar que Ally fuimos dos huérfanos que tuvimos la mala suerte de acabar en un orfanato horrible.
— Lo siento...
Le cogió el rostro, la miró con esos ojos azules tan queridos.
— Eh, no lo sientas. No lo lamento. No me acuerdo de mis padres, digo, los que me dieron la vida. Murieron y yo paré a ese orfanato. No tenía más familia, por suerte conocí a Ally. Una noche decidimos huir y casi nos descubrieron. Como no había nadie que nos podían reclamar, no nos buscaron. Ahí viene la otra parte de mi vida. Has preguntado por qué soy tan sigiloso.
Ella asintió en su palma.
— Porque era un ladrón.
Clarette abrió la boca y la cerró, negó con la cabeza y se arrimó a su pecho.
— No me digas que te he aterrorizado — digo con guasa, aunque podía notar en su voz un deje de temor.
— ¡No! Solo que ahora entiendo muchas cosas — él percibió su sonrisa y se le hinchó más el pecho del amor que sentía por ella —. No me da pavor, ni repugnancia por tu pasado. Eres el hombre a quien amo... — fue interrumpida porque su marido no se contuvo y la besó —. Eh, aún no he terminado.