Lo vi mientras iba hacia la cocina. Estaba observándome a través de la ventana de la puerta principal. No lo podía ver claramente por la oscuridad, pero sabía que me estaba mirando y que llevaba una máscara de payaso. No había tocado ni el timbre ni la puerta, no había hecho ni el más mínimo ruido al acercarse ni había pronunciado palabra alguna, simplemente apareció del otro lado de la puerta y se dedicó a observar.
—¿Se le ofrece algo? —le pregunté alzando la voz.
No hubo ninguna respuesta, solo se quedaba ahí observando con su máscara sonriente de payaso.
Le repetí la pregunta, pero nuevamente no hubo respuesta. Para este punto ya me estaba asustando. Algo en su semblante me parecía muy perturbador, su mirada vacía sin y esa boba sonrisa me daban escalofríos.
Una voz en mi cerebro me decía que algo no estaba bien sobre ese sujeto, me decía que era peligroso.
—¡¿Que es lo que quiere?! —pregunté ahora gritando.
Algo no estaba bien. Un instinto de supervivencia en mi interior me advertía a gritos del peligro, un peligro que no terminaba de comprender, pero que sentía muy real.
Le grité que se largase de mi casa, le amenacé con que llamaría a la policía, pero el payaso no se inmutó.
El terror me estaba dominando, no sabía exactamente a qué le tenía tanto miedo, solo sabía que corría un enorme peligro. Sabía que quería hacerme daño. Quería hacerle daño a mi esposa, a mi hijo, quería asesinarnos a todos y por supuesto que no lo iba a permitir.
Fue entonces cuando tomé mi revolver de uno de los cajones y le apunté al payaso.
—¡LARGO DE AQUÍ! ¡LÁRGATE O TE DISPARO HIJO DE PERRA!
Pero el payaso no hizo nada. Abrí fuego y en un instante el cristal de la puerta explotó y un amasijo de sangre salpicó por todos lados.
Corrí y abrí la puerta para ver lo que había hecho y lo que más me asustó no fue el cadáver de mi hijo sobre un charco de sangre, lo que me asustó fue que no había ninguna máscara de payaso.