Tras el acuerdo "conciliador" que había llegado con la joven, parecía que la tensión entre los dos había disminuido. Nada más lejos de la realidad. Cada uno guardaba bien sus intenciones; el duque aún tenía en mente su objetivo que la joven se casara con el caballero, escogido por él; mientras que la señorita Caruso tenía en mente otro plan, uno que desbarataba el propósito de Werrington.
Sin pensarlo, habían comenzado un partido de ajedrez; él tenías las blancas y ella, las negras. Uno de ellos saldría el vencedor. Aunque podría decirse que había varios momentos que dicha partida iba a volar por los aires. Uno de esos momentos fue cuando su excelencia se le ocurrió la genialidad idea de encargar un nuevo guardarropa para la joven. Ella, cómo no, se opuso.
- ¿Qué hay de malo con mis vestidos? – inquirió un poco irritada. Había hecho un sacrificio de dejar los calzones y las holgadas blusas en Devonshire sabiendo que sería indecoroso llevarlos en Londres.
Dicho tema se sacó cuando él entró en la estancia donde ellas estaban tomando el té, tan tranquilamente hasta que él entró avivando el avispero.
- Oh, excelencia ha tenido una magnífica idea – dijo Ferguson ignorando completamente lo que había dicho la joven.
- Gracias. Caruso, no veo nada malo o inapropiado de sus vestidos. Pero va a competir – hizo una mueca -, mejor dicho, a destacar entre otras jóvenes casaderas. Muchas de ellas con la intención de buscar un marido. Usted debe estar por encima de ellas. No veo que sea algo tan dificultoso.
- ¡Es innecesario! – exclamó exaltada sin poder controlarse -. No considero que sea una competición como usted piensa.
- Lo verá a partir que la reina de Victoria le dé su aprobación. ¿Sus compañeras del internado no competían entre sí?
Julian hubiera preferido no comentar ese comentario, pero lo había hecho.
- Era diferente – no quiso darle la razón -. ¡De acuerdo! Haré lo que usted diga.
- Señorita Caruso, no lo hago por mí. Piense que es por su buena presentación.
- Sí. Pues parece ser que soy un caballo preparándose para ser adornado y vendido al mejor postor – añadió a regañadientes.
- ¡Alice! Se tiene que ahorrar esos comentarios – le señaló la señora Ferguson con las mejillas rojas como dos manzanas.
- No se preocupe, señora Ferguson. Es comprensible, está nerviosa, ¿verdad? – dijo condescendiente, lo que molestó más a la joven -. Cuando consiga un buen matrimonio, me lo agradecerá.
Se fue tan tranquilo de allí después de haber dejado a la joven echa un caos. Pero no quiso empeorar más la situación y se calló. Aunque no pudo evitar pensar:
Cuando se hiele el infierno, Werrington.
No lo entendía. ¿Alguien podía entenderlo?
Sin llegar a comprenderlo y a regañadientes, fue de tiendas obligada. Seguía pensando que era una absurdez comprar. La acompañaron el duque y su carabina, que estaba emocionada- había que mencionar que mucho- con ir de tiendas.
Nunca se imaginó que el duque haría el papel de celestino, para su pesar, se lo estaba tomando muy en serio. No quería que el duque le buscara una pareja. Había aceptado por el simple de hecho de llevar el suyo propio. Ahora veía hasta qué punto él llevaría su plan. Precisamente que el duque eligiera su ropa, le creaba una sensación extraña y nerviosa.
- No entiendo aún el porqué de ir de compras.
- Su primera presentación en sociedad debe estar brillante y espléndida para que más de un caballero quede encandilado.
- Coincido con la señora Ferguson – convino Werrington. Llevaba un sombrero de copa y un bastón en la mano, dando la imagen típica de un caballero londinense. Le faltaba el monóculo característico de su rango -. Para buscarle marido, debe causar sensación. No es por meterle presión, señorita Caruso pero es una cuestión de hacerlo bien y digno. No sería muy halagüeño que el primer paso que dé, lo dé mal.
Ella se contuvo en no bufar y resoplar. Intentaba que la situación no la superase, cosa que posiblemente le estaba ocurriendo.
- ¿Pero encargar un guardarropa nuevo y completo? Lo veo excesivo.
La señora Ferguson empezó a abanicarse y el duque solo se atrevió a sonreír de medio lado. Se detuvo enfrente de una tienda, antes de abrir la puerta y dejarlas pasar, le dijo:
- Es la primera joven que escucho que no quiere vestidos. Pensaría que estaría enferma – negó con la cabeza -, pero no es su caso. Entre y, por favor, no se oponga. Sino me veré obligado de entrar yo mismo y hacerle probar cientos de vestidos. Uno por uno se lo meteré por la cabeza. Creo que no querrá que lo haga– dijo esto último en voz baja para que solamente la escuchara ella, que se ruborizó al imaginarse tal despropósito. No pudo evitar que dicha sensación se agudizara dentro de ella -. Veo que ha entrado en razón. Bien, la dejaré con la señora Ferguson. De mientras, iré al club. Cuando pase un tiempo, regresaré a por vosotras.