En el camino desde mi casa a la de Madison no pude parar de darle vueltas a una cosa. Por mucho que quisiera tener una cita con ella, la situación en mi casa no me permitía ser yo mismo al cien por cien, ya que pasaba casi todo el tiempo preocupado por cómo podía estar mi madre.
No quería que mis problemas afectaran a nuestra cita y tenía miedo de que Madison no disfrutara de ese momento como se merecía. Por eso, por ella, iba a intentar olvidarme de todo lo que ocupaba mi mente.
Cuando llegué al principio de su calle, mi corazón empezó a latir a mil por hora. Me paré enfrente de la puerta y golpeé dos veces, esperando que ella estuviera en casa.
No le había avisado de que hoy sería nuestra cita porque quería que fuera una sorpresa.
—¿Dylan? —La puerta se abrió lentamente y Madison se asomó tímidamente por ella—. ¿Qué haces aquí?
—No te cabrees conmigo, por favor. Sé que no he avisado, pero tengo una sorpresa para ti. —Madison alzó una ceja, confundida—. ¿Estabas ocupada?
Negó rápidamente con la cabeza.
—Entonces, ¿me acompañarías a un lugar?
—Dame un momento. —Madison desapareció en el interior de su casa y regresó poco después, lista para irnos—. ¿A dónde vamos exactamente?
—Es una sorpresa, ya lo verás.
Empezamos a caminar, el uno al lado del otro, y hablamos de lo contentos que estábamos por la nota que le había puesto el profesor Philip a nuestro trabajo.
Aunque parecía tranquilo, las manos no paraban de temblarme de lo nervioso que estaba. Tardé un poco en armarme de valor para coger su mano y entrelazar nuestros dedos, su reacción después de ese gesto me dejó atontado.
Así empezó un momento que ninguno de los dos olvidaríamos jamás.
Nos distrajimos tanto hablando que no me di cuenta de que ya habíamos llegado a nuestro destino: el Southgate Roller Rink, la mejor pista de patinaje de Seattle.
Su fachada era negra y parecía más una casa del terror que una pista de patinaje. Aun así, por muy terrorífica que pareciera, no iba a perder la oportunidad de poder patinar con Madison.
Pasamos al local, sin separar nuestras manos, y nos acercamos al mostrador. Pagamos por una hora y nos dieron dos patines a cada uno. Al lado del mostrador había unos bancos, caminamos hacia uno de ellos y nos cambiamos las zapatillas por los patines.
Al entrar en la pista me agarré a la pared para no caerme. Sabía patinar, pero hacía mucho tiempo que no lo hacía y había perdido la práctica. Las caídas en esa pista eran igual de dolorosas que en el hielo, pero siempre me habían gustado más los patines de cuatro ruedas.
—¿Estás bien? —dijo entre risas.
—Sí, dame un poco de tiempo para acostumbrarme.
—Vamos. —Extendió su mano para ayudarme a incorporarme.
Cogí su mano y empezamos a movernos en círculos en la pista. Me tropecé varias veces, aunque conseguí acostumbrarme bastante rápido. Madison no me soltó la mano e iba despacio para ir a mi ritmo.
Aunque entraba un poco de luz del exterior, la pista estaba únicamente iluminada por una gran bola de discoteca que giraba lentamente.
—De pequeña venía aquí a patinar con mi padre, nos pasábamos horas y horas dando vueltas por la pista. Le gustaba hacer piruetas, aunque casi siempre se caía. —Al recordar aquel momento, una sonrisa apareció en su rostro y no pudo reprimir las lágrimas.
Nos detuvimos y me acerqué a ella lo suficiente para posar mis manos en sus mejillas y limpiarle las lágrimas con los pulgares. La rodeé con mis brazos y dejé que se desahogara en mi hombro.
—¿Quieres comer algo?
Asintió rápidamente y señaló su estómago.
—Ha estado gruñendo desde que salí de casa.
Me reí ante su comentario y cogí su mano para guiarla fuera de la pista. Nos quitamos los patines y nos sentamos en una mesa. El camarero tomó nota de nuestro pedido, desapareció detrás de la barra y entró por una puerta que daba a la cocina.
—Cuéntame más de ti, Madison. Quiero conocerte más.
Su mirada se iluminó y una sonrisa apareció en su rostro.
—Mi vida no es tan interesante, pero si tienes tiempo...
—Para ti, todo el tiempo del mundo.