La mañana era espléndida, para no variar. El agua del mar reflejaba en sus diminutas olas el brillo implacable del sol, titilando por doquier como si se tratara de una alfombra de estrellas fugaces agitada por el viento.
Vistiendo un bañador rojo, sus correspondientes gafas colocadas y con ganas de pescar algo realmente bueno, Krilin se zambulló en el agua luego de una pequeña carrera. Adentrándose en el océano, haciéndose hueco entre los bancos de coloridos peces tropicales, explorando los recovecos del arrecife como si no los conociera ya de sobra y pudiera bucear en ellos con los ojos cerrados. Sin necesidad de arpón o snorkel, solo él y el mar.
En el exterior, Dieciocho lo veía salir contento de la casita, echar una mirada al anciano y desprenderse de la camiseta amarilla antes de meterse a la carrera en el agua, observando entre tanto las marcadas formas de su torso al quedar en contacto con los rayos del sol. Complacida, también algo sonrojada, admirando la soltura y decisión del hombre al adentrarse en el mar.
Lo perdió de vista de la superficie, entonces, y sonrió. Salió desde detrás de la casita y se acercó un poco a la orilla, sólo hasta la sombra de una palmera, a la vera del anciano, que dormitaba en una tumbona con una revista de dudosa moral sobre el pecho, mientras que Dieciocho observaba silenciosa y atenta como se manejaba Krilin en el fondo marino. Cada vez sentía más curiosidad por ese pequeño hombre, la afición que tenía por disfrutar de los regalos de una vida sencilla.
Una ligera brisa estremeció las hojas del cocotero, así como el pelo de la mujer, que se pasó un mechón por detrás de la oreja sin dejar de mirar fijamente las cristalinas aguas. Medio segundo más tarde, sintió al anciano revolverse sobre la tumbona, por lo que salió despavorida a ocultarse tras la fachada posterior de la casita rosa. Aún no estaba preparada para que nadie la viera allí, no se atrevía, no sabía qué reacción provocaría en los hombres. Puede que Krilin se asustara y, a la vez, ella se asustaba de no saber cómo actuar con él.
Escondida, vio al viejo levantarse y mirar por todas partes en busca de algo que parecía no encontrar. Miraba debajo de la hamaca, levantaba la vista al cielo, la volvía hacia el mar, rebuscaba detrás de los setos… iba hurgando de aquí para allá, en cada recoveco, exterior e interior, forzando constantemente a Dieciocho a cambiar su escondite continuamente para no ser descubierta, saliendo volando por una ventana y entrando rápidamente por otra, yendo al tejado y bajando de éste cuando el vejestorio le daba por mirar hacia arriba desde fuera.
Se estaba empezando a hartar de ese estúpido juego del gato y el ratón. “Mierda, me ha visto, seguro”.
—Hola, ¿tú quién eres?
“¡Maldición!”. Bajó la vista y vio a sus pies a la enorme tortuga marina que convivía con el viejo y con Krilin. Finalmente, No había sido el anciano quien la había descubierto resguardada detrás de esa pared lateral de la fachada. Le hizo un sencillo y elocuente gesto llevando el dedo índice a los labios. Parecía que la tortuga iba a decir una cosa más, pero algo les llamó la atención desde la playa:
—¡Maestro! —Krilin emergía del agua levitando, sosteniendo un enorme centollo por encima de su cabeza—. ¡Prepare la cazuela grande!
Asomando la cabeza por la puerta, contrariado, apareció el Muten Roshi, ignorando la enorme y apetecible presa que traía su discípulo en volandas hasta la orilla.
—Dime, Krilin, ¿la has visto?
—¿El qué? —preguntó de vuelta el guerrero, ya en el suelo frente a él y sujetando firmemente el centollo para que no hiciera algún desastre con sus pinzas.
—A la mujer —Krilin miró al anciano con los ojos abiertos de par en par—. Había una mujer justo ahí, te lo juro.
Señaló a su discípulo el lugar donde había tenido la aparición y éste sintió lástima por el viejo senil.
—Venga, maestro, ¿no se habrá pasado leyendo revistas guarras y bebiendo cerveza?
—Oye, muchacho, no me faltes el respeto —Krilin lo miró entrecerrando la mirada, pensando en el momento exacto que el maestro perdió el sentido común por culpa de su lascivia. El Maestro Tortuga se aclaró la voz y le habló con ambas manos a la espalda. El guerrero aún aguantaba el peso del gigantesco decápodo por los aires con los brazos en alto—. Si te digo que he visto a una mujer rubia, la he visto. Iba con el pelo liso y por encima de los hombros, tenía los ojos azules, rasgados pero grandes, y dos generosos p…
—¡No bromee con esas cosas, Maestro! —La descripción de la misteriosa dama le resultaba demasiado familiar.
El centollo cayó a la arena patas arriba. A Krilin le dudaban tanto las manos que hasta le fue imposible retener el cangrejo entre ellas.
—Muchacho, sabes que yo nunca bromeo. Y menos cuando se trata de mujeres hermosas. La vi a mi izquierda, de pie. Parpadeé una vez y desapareció.
—¿Y no lo habrá soñado, tal vez? —Si era cierto, si el anciano no mentía en absolutamente nada de lo que le estaba contando, era probable que Dieciocho hubiera estado en la isla por una fracción de segundo. Una maldita fracción de segundo en la que él no estuvo para poder verla. Se lamentó por su mala suerte—. Tiene que haberlo soñado maestro, es imposible que eso haya pasado. No tiene sentido, piénselo.