Me ha frito la cabeza
el sol abrasador;
el pueblo no parece tener
la misma estrella brillante
que la ciudad.
El profesor
de coneixement del medi
habla de calentamiento global
pero la monitora le replica
que solo es
la fi del món.
Encuentro en sus caricias
el cariño extirpado.
La miro con los ojos limpios,
con la mirada limpia de una niña
de seis años
y un breve impulso
me obliga a abrazarla.
El atardecer,
de repente,
se oscurece,
ya no hay sol que me queme
pero sí lluvia que me moje.
Torna a la masia,
me dice dulcemente,
y yo obedezco
como lo hago ahora,
sin ganas,
sin quejas,
sin volver la vista hacia atrás.
Obedezco
y el sentimiento de desamparo
se acentúa
cuando me toco la cabecita
y no la siento fría por la lluvia,
sino por la falta de sus caricias.
El primer relámpago
alcanza el campo de fútbol.
Los niños son valientes
pero truena muy fuerte
y el equipo se dispersa
sin proclamarse ninguno vencedor.
Ya no queda nadie fuera,
todos nos refugiamos
en el calor que emanan nuestros cuerpos.
La monitora vuelve a mi lado,
los niños están asustados por el diluvio
y yo solo puedo pensar
que la lluvia nos encoge
y que me siento a quilómetros de casa.