Hoy me mudo a la casa que mi madre se ha comprado con un señor con el que lleva saliendo tan sólo cinco meses. Nada me hace más ilusión que este giro narrativo en mi vida.
De hecho, estoy trasladando las millones de cajas con mis pertenencias, desde el coche de mi madre hasta mi nueva habitación, que se encuentra en la planta de arriba, y llevo ya unos cuantos viajes subiendo y bajando escaleras. Se me estará poniendo el culo durísimo y tan redondo como un melocotón, pero también me estoy haciendo la espalda pedazos, porque antes me ha dado un tirón por levantar tanto peso y uno no es muy aficionado a hacer ejercicio.
Estos señores deberían haber comprado una casa con ascensor incluido.
Sosteniendo veinte mil cajas, paso por delante del dormitorio vacío de ese Axel de la Rosa, que se halla al lado del mío, y me sorprende que tenga la puerta abierta cuando ha permanecido toda la mañana cerrada.
La habrá abierto mi madre o Casimiro para que ventile o para vete tú a saber qué, porque yo no veo a ese imbécil quedándose aquí cuando está felizmente ennoviado con una pobre muchacha que lo tiene que aguantar las veinticuatro horas del día.
Qué lástima me da esa chica, pero espero que duren mucho tiempo juntos, se casen y tengan diez hijos, dos perros y un chalet con piscina, para que yo no tenga que convivir con ese memo cuando se peleen.
Suelto las últimas cajas en el suelo y rasgo las que contienen mi ropa para ir colocándola. Pero, al abrir la puerta del armario empotrado, me encuentro a una especie de alienígena rosa, pellejuda, con orejas gigantescas y bigotes, descansando sobre una balda.
Se me escapa un chillido por el susto que he pillado.
¿Qué coño es esa cosa tan fea? Tengo que avisar a mi madre para que contrate a alguna empresa de fumigación y eche a la calle a esta rata tan extraña.
—¡Lárgate! —le ordeno, y la intento asustar sacudiendo mis zapatillas de deporte, pero el alien se pone a jugar con los cordones—. ¡Ay, qué cosa más asquerosa! ¡Mamá, ayuda!
Mi móvil interrumpe el desalojo del pollo crudo y lo saco del bolsillo de mis vaqueros para responderle la llamada a mi padre.
—Dime, papá.
Menudo traidor es este hombre. Ni siquiera se puso de mi lado cuando le conté la idea tan alocada de su exmujer de irnos a vivir a otra casa con ese Casimiro, que tiene como hijo al hermano gemelo de Satanás.
—Hola, Daniel, ¿cómo está yendo la mudanza? —me pregunta con interés.
—Pues genial —le respondo en tono irónico, y me concentro en sacar mis libros de sus cajas para ponerlos en la estantería, porque no puedo meter nada en el armario con ese animal que parece un huevo depilado—: He madrugado un montón un sábado por la mañana para pasear las cajas por esta casa del demonio, porque no tengo otro rato libre por culpa del Máster, el grupo, los ensayos y la vida misma; me ha dado un tirón en la espalda; Señorita Rottenmeier se ha estresado y le ha salido caspa en el pelaje; y, encima, hay una rata orejona en el armario de mi cuarto. Por no hablar de que me queda un largo día por delante de ordenar y guardar todo lo que he ido acumulando durante mis veintiséis cortos años de existencia.
Eso último es lo peor, sin duda. Parece mentira la cantidad de libros (leídos y sin leer), ropa que ni he estrenado, y otras tonterías y objetos aleatorios que tenía almacenados en el anterior piso, ocupando cantidades ingentes de espacio.
—Vaya, parece que estás bastante entretenido. ¿No te ha ayudado Rober?
Ese Rober al que se refiere es mi novio, que lo quiero mucho y velo por su bienestar, así que no me apetecía hacerlo sufrir llevando cajas pesadas.
—Tenía que ir a la pelu a cortarse las puntas y no he querido molestarlo —le respondo al mismo tiempo que continúo colocando libros—. Soy un novio considerado.
—¿Y qué tal con el prometido de tu madre?
—De momento, bien. Parece que le caigo mejor que hace mil años, y me ha dado la sensación de que quiere a mamá de verdad —parloteo, y suelto un suspiro para vomitarle lo que le tengo que decir a continuación—: Lo peor será cuando me cruce con el hijito, ese niñato empollón y gordinflón, con una paella estampada en la cara y los dientes de alambre.
—Niño, esa boca —me regaña, y se ríe porque imagino que habrá recordado algo de mi infancia—. Me acuerdo de aquella vez, cuando teníais seis años, que te metió un pañal sucio en la mochila, y tú te vengaste poniéndole un escarabajo muerto en su bocadillo del recreo.
Qué recuerdos tan entrañables.
—No era un escarabajo, era una cucaracha —lo corrijo—. Seguro que no ha cambiado nada y sigue siendo el mismo idiota y repelente de siempre.
—Daniel, deja de insultar a ese chico y no vayas a irritar a tu madre.
Mientras mi padre me echa la bronca, coloco el último libro de la primera caja y me doy la vuelta con la intención de abrir otra, con el móvil pegado a la oreja. Sin embargo, algo, o mejor dicho alguien, me llama la atención en la entrada de mi habitación, y mis ojos se desvían hacia esa figura.
—Mamma mia! —suelto de manera automática.
Lo miro de abajo arriba y de arriba abajo tres veces seguidas, con la boca abierta. Empiezo por sus pies descalzos, y sigo por sus fuertes y largas piernas; su entrepierna tapada por una minúscula toalla azul, que no guarda ningún secreto para mí; la zona de la uve tan marcada; los abdominales y pectorales perfectos para pasear la lengua por ellos; los bíceps para agarrarte cuando te desmayes por verlo; Señorita Rottenmeier abrazada a él; el cuello para darle un buen bocado; sus labios carnosos formando una sonrisa chulesca; su barba incipiente; su nariz tan bonita; su mirada azulada y profunda, que me es tan familiar; y su cabello castaño con un mechón mojado cayéndole por la frente.