Ojalá reescribamos nuestra historia

4. Axel

—Hijo, ¿por qué no ayudas a Axel a trasladar todas sus cosas de su piso a esta casa? —le pregunta Júlia al grano en el culo que me ha tocado como hermanastro, mientras comemos pollo al horno como una familia feliz.

Daniel casi se atraganta con un trozo de patata.

—No hace falta, Júlia —me adelanto, aunque un poco de ayuda no me vendría mal, porque tardaría un milenio en meter mis pertenencias en cajas, que tengo demasiadas—. Puedo traerlas yo solo con el coche.

—Deja que Daniel te eche una mano, Axel —interviene mi padre—. Así aprovecháis y limáis asperezas.

—Ni de coña —suelta Daniel mirando a su madre—. Tengo que prepararme para tocar esta noche con el grupo. Es sábado, ¿recuerdas? Además, ya he participado en mi propia mudanza y estoy hecho pedazos, así que gracias, mamá, pero no me interesa ofrecerle mis servicios de manera gratuita a eso de ahí. —Me señala con su tenedor, que creo que desea clavarme en un ojo.

Me esfuerzo en disimular mi asombro y me muerdo la lengua para no preguntar nada al enterarme de que Daniel pertenece a un grupo de música y toca en algún sitio.

—Tienes tiempo, cariño, y gratis no lo vas a hacer —le responde su madre—. Como aún no te has sacado el carnet de conducir, Axel puede llevarte con su coche siempre que lo necesites.

—No —respondemos Daniel y yo al unísono.

—Bien pensado —mi padre le da la razón a su prometida—. Así Daniel no tiene que coger el transporte público y también aprovechan para limar asperezas.

Qué pesado está con limar asperezas. Pero la idea de compartir tiempo con Daniel, aunque sea para ser su chófer, es bastante buena para recuperar su confianza. 

—¿Puedo añadir a la oferta que ese mononeuronal se vaya cuanto antes de esta casa? —les pregunta Daniel a nuestros padres sin mirarme siquiera, pero volviéndome a apuntar con un cubierto; esta vez, con un cuchillo puntiagudo.

—Me largaré cuando me dé la gana. Aquí vive mi padre y tengo el derecho de quedarme todo lo que quiera, hermanito.

Júlia da un fuerte golpe en la mesa con su palma, que provoca que todo lo que se encuentra sobre la mesa, Daniel, mi padre y yo temblemos de miedo.

—Bueno, ya está bien, que parece mentira que tengáis veintiséis años. —Posa los ojos en su hijo—. Tú vas a ayudarle con la mudanza, ¿estamos? —Después, me mira a mí—. Y tú vas a llevarlo con tu coche cuando te lo pida, ¿de acuerdo?

—Si no, os hacemos las maletas y os echamos a la calle, a ver si de esa manera limáis asperezas debajo de un puente —agrega mi padre.

—Prefiero vivir debajo de un puente antes que aguantar al memo ese —murmura Daniel cruzándose de brazos, como si fuera un crío.

Me va a costar muchísimo que deje de odiarme. A pesar del paso de los años, su cabreo por lo que le hice sigue intacto, e incluso me atrevería a decir que ha aumentado.

Pero ¿y lo guapo que se ha puesto durante estos diez años? Bueno, más guapo, con las facciones del rostro muy marcadas y el pelo negro ondulado a la altura de la barbilla; su cuerpo de adolescente se ha transformado en uno de adulto y es altísimo, aunque yo le gano con mi metro noventa (él rondará el metro ochenta y algo).

La mirada verdosa de Daniel, que es lo único que no ha cambiado, se tropieza con la mía y me descubre observándolo.

—¿Qué miras? —me espeta con la boca llena.

—Tu cara de payaso.

Coge un trozo de pan y me lo lanza con la intención de golpearme con él, pero yo soy más rápido y le doy con la mano como si estuviera jugando un partido de tenis. Júlia nos vuelve a regañar y nos dice que con la comida no se juega, y mi padre, que parece que nada más se sabe una frase, comenta «están limando asperezas».     

Cuando terminamos de comer, Daniel y yo nos ponemos en marcha, sin reposar el pollo siquiera, porque necesito quitarme este muerto de encima cuanto antes. Él se acomoda en el asiento del copiloto y, durante la mitad del viaje, no dice ni pío; sólo se dedica a mantener los ojos pegados a su móvil, mandándole mensajes a alguien y soltando carcajadas cada cinco segundos.

Hasta que decide enviar un audio (creo que a ese novio que tiene), en el que me critica como si yo no estuviera sentado a su lado.

—Ey, Robbie, voy a estar toda la tarde ocupado porque mi madre, que se ha vuelto loca de remate, me ha obligado a ayudar con la mudanza al hijo de su pareja, que es abominable. —Hace una pausa—. Con lo de abominable me refiero al hijo, no a mi supuesto padrastro, que es simpático. —Se vuelve a detener y suspira; yo lo miro por el rabillo del ojo—. Bueno, ¿qué te iba a decir? Ah, sí. ¿Tú te crees que a estas alturas de la vida voy a tener que compartir el sitio en el que vivo con un hermanastro y aguantar su presencia cada día? En fin… Te veo esta noche. Te quiero.

—Te estás ganando que te eche del coche —le digo cuando manda el audio.

—Pues me harías un gran favor, la verdad.

A ver si se ha creído que a mí me hace gracia que tenga que estar presente en un momento tan duro para mí, que voy vestido como si fuera a pedir dinero en la puerta de la iglesia, con unos pantalones negros de chándal con agujeros, que me llegan hasta los tobillos, y una sudadera blanca gigantesca con el dibujo de una caca con ojos, unas manchas de dudosa procedencia y las mangas mordisqueadas, aguantándome las ganas de llorar por haber perdido tres años de mi vida con Sarah.




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