He llegado a casa sobre las doce de la noche. Gerard me ha convencido esta tarde para que fuera a cenar pizza a su piso, con sus amigos y sus hermanas, para animarme un poco y olvidarme de los cuernos que me ha puesto Sarah con el melenudo.
Ahora son las tres y media de la madrugada y sigo despierto, encerrado en mi cuarto, con Taylor y Señorita Rottenmeier acostadas a mi lado, mientras leo un thriller que le he cogido a Daniel de su estantería.
Pero mi lectura la interrumpen unas voces y risas provenientes del pasillo. Reconozco las de mi supuesto hermanastro, y las otras imagino que serán las de su novio. Oigo que se meten en su habitación, que se encuentra justo al lado de la mía, mediante un portazo.
Como esta casa parece estar fabricada con papel y sólo nos separan unos centímetros, porque su cama está pegada a la pared donde ahora mismo tengo apoyada la espalda mientras leo, continúo oyendo carcajadas y frases obscenas que se dedican el uno al otro; de entre ellas, escucho a Daniel soltar «joder, qué ganas tengo de comerme tu flauta salada».
Ahogo una risita ante esas palabras con cero erotismo y me pongo los tapones de los oídos para amortiguar el sonido, porque no me apetece oír cómo esos dos follan.
Intento seguir leyendo el libro que tengo entre las manos, que se ha quedado en lo más interesante antes de que esos dos me jodieran la lectura, pero no consigo retener ninguna información. La pareja de macacos en celo ha comenzado a gemir, y el cabecero de su cama golpea sin cesar en la pared que compartimos. Taylor se despierta y estira las orejas hacia atrás, ya que son ruidos nuevos para ella. Señorita Rottenmeier ni siquiera se inmuta; sigue roncando porque está acostumbrada a estas escenas.
—Dios, te quiero muchísimo —le dice el romántico del novio, que creo que es de alguna zona de Andalucía.
Menos mal que Júlia y mi padre no están esta noche en casa.
Suelto un bufido y me quito los tapones porque no sirven para nada. A continuación, les corto el momento de pasión y golpeo la pared con la palma de la mano, con tanta fuerza que me la hago pedazos.
—¡Id terminando ya, que quiero dormir! —les ordeno.
Daniel exclama un «me cago en tus putos muertos, imbécil, que estaba a punto de correrme»; a mí se me escapa una risotada y le respondo «qué mala suerte».
—¿Quién es ese? —pregunta el otro.
—Mi maldito hermanastro, pero no le hagas caso. Ignóralo y sigamos.
A pesar de mis continuos golpes, ellos continúan dándole que te pego, y a mí no me queda más remedio que bajarme al salón para terminar con la lectura.
Media hora más tarde, cuando todo está en silencio por fin, escucho a alguien bajar las escaleras y trastear en la cocina. Doblo la esquina de la página donde me he quedado, cierro el libro, lo pongo sobre la mesita de centro y me encamino hacia allí con el deseo de cantarle las cuarenta a Daniel. Pero me llevo la sorpresa de que no es él la persona que me encuentro, sino a un tío en calzoncillos, de espaldas a mí, con una melena morena, lisa y tan larga que le llega hasta el culo y que me resulta muy, pero que muy familiar.
Me cruzo de brazos y carraspeo; él se da la vuelta hacia mí al instante, con una lata de refresco de naranja en la mano.
El septum en la nariz y los tatuajes me confirman que es el melenudo que pillé con Sarah.
—Buenas noches, cuñadastro —me saluda con educación, y me tiende el refresco—. ¿Te apetece un trago?
Esto es muy fuerte.
—No me puedo creer que tú seas el adorado novio de Daniel —le digo mirándolo con seriedad y asombro.
El falso Taylor Lautner, de la primera película de Crepúsculo, sonríe con cinismo.
—Y yo no me puedo creer que tú seas el irritante hermanastro.
—Le pienso contar que le has puesto los cuernos con Sarah.
Daniel no se merece algo tan doloroso como que la persona a la que quiere lo engañe con otra.
—¿Con quién? —El melenudo arruga el entrecejo, como si no supiera de quién le hablo.
—Con mi exnovia —le refresco la memoria—. La chica inglesa con la que estabas el viernes por la tarde.
Parece que lo que le acabo de contar le hace gracia, porque se descojona en mi jeta.
—Ah, vale, ya me acuerdo.
—Pues me alegro de que te acuerdes, porque esto no se va a quedar así —le espeto, y cambio el peso de una pierna a otra, todavía de brazos cruzados—. Daniel se va a enterar de la clase de persona que eres.
Don Melenas se encoge de hombros de manera desinteresada, como si no le importara su relación con su novio.
—Pues muy bien —es lo único que responde, y creo advertir la sorna en su tono de voz—. Cuéntale lo que quieras, campeón. Un placer conocerte. —Da unos cuantos pasos hacia mí y me da una palmada en el hombro, para después escaparse escaleras arriba con el refresco de naranja.
Permanezco anonadado por su comportamiento tan pasota.
¿De verdad que no lo importa que me chive de lo que ha hecho a Daniel? No lo querrá tanto, porque cualquier persona normal me hubiera amenazado o pegado un puñetazo para que mantenga la boca cerrada.