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—Una parte importante de estar del lado de Dios es perder todo rastro de mezquindad. No podes esperar que Él quiera oír tu voz si cuando te necesita tenés tus oídos cerrados —decía el padre para justificar recibir donaciones de todos sin importar nada.
Más de una vez Gerardo había visto como personas del barrio con ropas donadas cuando no aparentaban ser de su propia talla, al igual que los demás se acercaban al cepillo, se disponían a persignarse y después ponían dentro de la caja la cantidad que trajeran encima, lo cual quizás era todo lo que ellos tenían. Un hecho que perturbaba sobremanera al monaguillo y por lo cual más de una vez no había podido evitar cuestionar a Sebastián, pero el padre era así... En él las balas no tenían por dónde entrar. Tal vez la protección de su Dios se habría vuelto una cubierta demasiado dura y espesa, una capaz de mantenerlo al margen de esa realidad que acontecía a su alrededor cada día.
Una hora después Gerardo seguía limpiando, pero se detuvo cuando Inés apareció por la puerta tras el púlpito. Ella tenía una sonrisa en los labios, una que el monaguillo imitó, pero que ella pareció no ver. La confusión se hizo presente en el rostro del muchacho cuando ella lo ignoró, caminó hacia el altar para dejar un beso con su mano en cada estatua de yeso y después se sentó en el primer banco a observar el altar. Él no entendió por qué, pero aquella mujer y lo que había hecho le resultó completamente hipnótico, por lo que solo se limitó a observarla hasta que volvió de su trance y continuó limpiando el piso sin molestarla. Otra vez Gerardo fue distraído cuando limpiaba cerca de la puerta principal y el padre Sebastián entró para mirarlo y luego mirar a Inés, todavía sentada en la primera banca, pero con su cabeza abajo. El monaguillo siguió la mirada del padre y cuando vio a Inés, las miradas de ellos volvieron a cruzarse para también reír en complicidad tal vez creyendo que ella se había quedado dormida ahí sentada. Lo cual era probable dada su avanzada edad.
Lo terrible llegó segundos más tarde cuando Sebastián se acercó a Inés para tocar su hombro y hablarle, algo que intentó llegando al punto de sacudir a la mujer y hasta gritarle, pero ella ya no despertó.
—Dios mío... —dijo el padre tomando distancia de la monja, más hacia el centro del pasillo.
Sebastián y Gerardo, este último todavía cerca de la puerta principal, se miraron mutuamente. El monaguillo no recordaba haber visto tanta impresión y miedo en el rostro del padre nunca antes por lo que inmediatamente entendió lo sucedido. Si bien los llamados a los gritos que el hombre había emitido momentos antes habían alertado a Gerardo, quizás él no quería creerlo, no todavía y recién entonces, cuando fue testigo del pavor, no le quedó otra cosa que asumir lo peor. Gerardo dejó caer el lampazo al piso y corrió junto a Inés para tomarle la muñeca y luego tocarle el cuello buscando su pulso, pero allí no había nada por lo que él se desesperó y se arrodilló frente a ella para apoyar su cabeza en el pecho de la mujer... Ahí ya se había extinguido hasta el último latido.
—Inés no tiene pulso y tampoco escucho su corazón —avisó Gerardo y muy pronto se vio tomando de los brazos y sacudiendo al padre Sebastián porque él estaba petrificado—. ¡Hay que llamar una ambulancia! —insistió con absoluta urgencia y convicción.
Pero la respuesta que el chico esperaba no llegó de manera inmediata...
—¿Estás seguro que ella murió? —preguntó Sebastián sin despegar los ojos de la mujer.
—Creo que sí, pero no soy médico. Hay que llamar una ambulancia. ¡Estamos perdiendo tiempo! —insistió el chico en desesperación.
Sebastián volvió a quedarse callado y Gerardo no supo qué pensar. Buscando la mirada del padre se encontró con que la expresión del hombre había cambiado. Él ya no estaba asustado, solo parecía algo nervioso y pensativo.
—No podemos... No todavía —sentenció Sebastián con un tono firme.
—¿Qué? —cuestionó el monaguillo al retroceder un par de pasos sin poder creer lo que oía.
«Capaz que está en shock», pensó Gerardo, señalando su propia cordura.
—¡La puerta, ponele llave a la puerta! —ordenó Sebastián con una mirada y tono severos—. ¡Movete, nene! —insistió.
—¿Qué? ¿Por qué?
El padre Sebastián se frotó los ojos con su mano intentando pensar con más claridad y recuperar al mismo tiempo algo de su paciencia. ¿Y ahora qué haría él? Él sabía que eso podría significar su ruina y no estaba dispuesto a permitirlo.
—¿Sos tonto Gerardo? —interrogó con gran molestia—. ¿No te das cuenta que estamos en un barrio pobre y que en lugares como este abunda la ignorancia? Estos se creen cualquier cuento chino y si se enteran que Inés se murió sentada acá capaz y ya no quieran venir a la parroquia. Van a pensar que es alguna señal, un mal augurio, yo qué sé.
Gerardo, en silencio, solo bajó su mirada para ver los pies del padre, lo que llamó la atención del hombre.
»¿Qué haces, qué miras? —Sebastián se miró los propios pies tratando de entender qué llamaba tanto la atención del joven, pero allí no vio nada extraño.
—Quería ver si sangraba por el tiro que se acaba de dar en el pie —dijo Gerardo al tiempo que alzaba las cejas fingiendo sorpresa para señalar todavía más su sarcástico comentario—. No, parece que no —concluyó.
—¡Cállate y anda a cerrar la puerta! —insistió Sebastián con un tono bastante violento que exaltó al monaguillo y como el padre pudo ver, lo obligó a obedecer.
»Ahora vení a ayudarme con Inés —pidió cuando se acercaba a la mujer.
—¿Pero qué vamos a hacer? —quiso saber Gerardo que ya volvía a un lado del hombre.
—La vamos a llevar a la cocina. No vaya a ser que justo caiga Matilde a confesarse porque otra vez habló mal hasta de su propia sombra y la vea acá —explicó cuando movía el cuerpo de Inés para tomarla desde debajo de los brazos—. ¿Te imaginás? Hasta los árboles se van a enterar. Algo que no me extrañaría nada con la suerte que tenemos.