Les dedicó una última mirada colmada de desdén, casi con repugnancia sacudió la cabeza, lástima por ellas, les volvió la espalda y salió de la cocina dando un portazo, un momento después hizo tronar la puesta de entrada, el auto arrancó y su rugido furioso desapareció en la distancia; el corazón de madre e hija vuelven a latir. Se abre el grifo de todas las emociones reprimidas, en las penumbras de los ojos cegados todo alrededor se distorsiona y es sobre el techo donde ambas quedan tendidas, el suelo sobre su desolación, el espacio se hace gigante y se presiente una turbia soledad donde el aliento es consumido en el vacío y es el llanto el eco de un dolor ajeno que contagia el alma. Lucy se recompone, aturdida, le costaba mantenerse en equilibrio, ayudó a Katty a levantarse, no encontró fuerzas en el cuerpo de su madre, no le costó esfuerzo hurtarla del piso donde yacía inerte y condenada a la vacuidad del desconsuelo, ligera como una concha seca sobre la arena, la cargó por debajo de los hombros y la sentó junto a la mesa. Sobre su rostro empapado la marca de la mano del infeliz, se inclinó y besó su dolor, apoyó su ojo hinchado contra la mejilla enrojecida, no estaban solas en el mismo sufrimiento, el dorado cabello de la chica ocultó la comunión de su tristeza. Katty la abraza, suave contacto de infinito sentir.
–Lo lamento hija –solloza, sin fuerzas aferrándose a su cuello –. Todo es mi culpa.
–No mamá, no lo es. Esto es algo que tenía que pasar tarde o temprano –le contesta Lucy, hipando –. No podía resultar de otro modo, años de presión en algún momento tenía que explotar. Ahora las cosas van a cambiar, no te culpes, recupera el aliento.
–Todo es un desastre, ya no puedo resistir todo esto –se lamenta Katty –. Estoy tan cansada de vivir...
–No, escúchame, mírame –la separa de sí para enfrentar su mirada –. Desde hace mucho que estás muerta, mamá. Pero siempre has tenido miedo de vivir. Todo gran cambio comienza con un desastre, de este tú volverás a la vida y salir de este destierro –la consuela –. Nos llevamos los golpes, pero hemos ganado. Y ese desgraciado perderá más de lo que cree, te lo prometo.
El hecho de que Lucy no concurriera al Illíchidan en todo el día llenó a Darion de preocupación. No hubo de inquietarle su ausencia durante la mañana, mas sintió su falta al llegar el mediodía mientras almorzaba en la cafetería, la silla vacía frente a él hacía el cómodo espacio donde flotaba la incógnita y la desazón de una necesidad que solo su estrepitosa sonrisa conquistaba, como la condena de las sirenas con sus diabólicos cantos, manía de procurar la docilidad de su cabello entre sus dedos escurriéndose como la miel y sobre el rostro apartando sus indomables mechones para descubrir el hechizo de su mirada que el oscuro delineado volvía malévolo e irresistible. Pero abría los ojos, pesados los párpados por el aburrimiento, ya no estaba allí su sonrisa ni su mirada, el vacío que generaba se trasladaba dentro de él, la horrible abstinencia, un grito que provenía de lo más profundo de su ser reclamando el consuelo de su mera presencia. Se volvía hacia la puerta, verla aparecer sería suficiente estímulo a la felicidad. Pero no pertenecía a ella el sonido de cada atropello bajo el umbral, le acometía entonces la pena que solo se encuentra cuando la esperanza se rompe.
Se consolaba señalándose a sí mismo, acusándose cruelmente. “¿Cómo puedes ser tan dependiente?”. Frente a él la razón, en su cabeza la voz que le reclamaba, que humillaba su debilidad. “¿Cómo te has dejado caer tan profundo en la adicción? Pues el amor también lo es, y tanto o más dañino, te hace esclavo voluntario a los pies de alguien, te olvidaste de ti mismo para vivir por otro. ¿No te has rendido a la visión poética de un capricho? Y aquí me tienes como un verdugo ejecutando el castigo de tu desesperación, dominado por un alma ajena ¡¡¡Has dejado de ser libre!!!”
“Ya cállate, pues es matemático el motor de tu lógica, mas no tienes forma de comprender el lenguaje de los latidos y estas alas que amarla me otorga son aras de la libertad que nos llevan a recorrer el mundo con cada uno de sus parpadeos. Así que calla y regresa al ahogo de tu ignorancia, pues es el amor la principal capacidad del corazón y cuyas razones la razón no entiende...”
La tarde se fue escurriendo con lentitud indolente, poco sirvieron los cursos y las lecciones para distraer a Darion de su pesadumbre, las voces a su alrededor se distorsionaban acuosas, intentaba no pensar en las nefastas alternativas que hacían la falta de Lucy, lo único que ocupaba su mente. Las horas se hicieron eternas y a pesar de la agitación que hacía la vida del Illíchidan, sin ella se sentía vacío y hasta los pasillos conducían un susurro gélido recorriendo los salones y envolviendo a los indiferentes seres que se movían persiguiendo sus afanes, ninguno entre tantos poseía aquella vibración capaz de estimular sus sentidos, aunque hablara con ellos y sonriera incluso, solo Lucy podía aliviar el desconsuelo de su espacio vacío. El miedo le murmuraba opciones, pese a no querer desoírlas, así sacudiera la cabeza furioso, no podía apartar la diabólica voz sobre su hombro, del contraste entre el ayer y el hoy brotaba su preocupación; recorriendo los pasos que siguiera el día anterior, el recuerdo le hacía sonreír al descubrir su rostro alegre, mas únicamente lo impulsaba a convencerse de que algo andaba mal.
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Editado: 06.08.2019