Papá por Contrato

CAPÍTULO 9: LENA

No sé exactamente qué esperaba. Siendo honesta, mi cerebro, ese órgano traicionero y adicto al drama, probablemente fantaseaba con algo sacado de una telenovela turca. Un abrazo catártico. Una bofetada con lágrimas y arrepentimiento. Un primer plano en cámara lenta de mi pelo flotando dramáticamente al viento mientras Krzysztof pueda susurrar mi nombre con la voz rota. La realidad, por supuesto, es mucho menos poética y mucho más brutal. Mi pelo, para empezar, está más bien corto y aplastado por la humedad de Varsovia, y lo único que flota en el aire es una tensión tan densa que se podría cortar con un cuchillo. Lo que obtengo no es una escena de reconciliación. Lo que obtengo es un misil ocular teledirigido, un impacto balístico de puro hielo que me golpea directo en la frente, cortesía de Krzysztof Zieliński, el hombre más emocionalmente reprimido de toda Europa del Este.

Estoy del otro lado de la calle, pero la distancia no me protege. Él ya me ha visto. Lo supe en el instante en que su cuerpo se tensó como una cuerda de piano a punto de romperse. Dejó de respirar por un segundo, o al menos dejó de parpadear durante unos diez segundos eternos, lo que en una persona normal sería síntoma de un derrame cerebral, pero en él es solo una señal de que su procesador interno está calculando todas las variables posibles. No sé si está planeando cómo matarme discretamente con su portafolio de piel italiana o si simplemente está revisando mentalmente la lista de maldiciones en latín que seguramente aprendió en su elitista colegio de la infancia.

Y entonces, pasa. La primera jugada. Y no es la mía.

—Anna —dice él, con una voz tan tranquila, tan desprovista de emoción, que un escalofrío me recorre la espalda. Me dan ganas de salir corriendo. Porque el Krzysztof tranquilo que alguna vez conocí, está en modo Terminator, al igual que aquella vez en que se dio cuenta que yo no era más que una mentirosa, vil, estafadora.

—¿Sí, papá? —responde mi hija, mi hija, mi hija, con esa voz de campanita que me quiebra las costillas a treinta metros de distancia.

—Recuerda el código, cariño. ¿Qué hacemos cuando aparece una situación imprevista y potencialmente peligrosa? —dice, sin dejar de mirarme, con sus ojos fijos en mí como si yo fuera una bomba de fabricación casera a punto de explotar. (En retrospectiva, no está tan equivocado).

Anna no duda. No pregunta. No se queja. Su respuesta es inmediata, como si recitara una lección aprendida de memoria.

—¡Entrar al coche, cerrar con la traba manual, activar el modo de emergencia uno y bajo ninguna circunstancia hablar con extraños! —canta ella, como si estuviera recitando la tabla de multiplicar del tres. Y sin discutir, como un pequeño soldado perfectamente entrenado, cruza la acera, abre la puerta del coche, se desliza dentro, y escucho el sonido metálico y definitivo de los seguros accionándose. Luego, la veo a través del cristal sacar un cuaderno y un lápiz de colores y ponerse a dibujar como si esto fuera parte de su rutina de los sábados. Dios mío. He dado a luz a la niña mejor preparada para el apocalipsis zombi desde Macaulay Culkin en Mi pobre angelito.

Mientras mi hija se atrinchera, yo decido moverme. Cruzo la calle. No corro. Camino. Con la lentitud de quien se acerca a un altar para casarse o a un patíbulo para ser ejecutado. Porque esta confrontación es ambas cosas a la vez. Es el fin de mi exilio y, posiblemente, el fin de cualquier esperanza. El asfalto se siente pegajoso bajo mis pies. Cuando llego a su lado, me doy cuenta de que no sé qué decir. No hay una forma amable o socialmente aceptable de iniciar esta conversación. No puedo abrir con un: "Hola, ¿qué tal? Soy la mujer que abandonó a nuestra hija en tu lobby hace cinco años y luego desapareció. ¿Podemos hablar un momento?".

—Krzysztof —digo, y mi nombre suena débil, patético, una pluma intentando derribar un muro de hormigón.

Y ahí viene. La mirada.

No es solo una mirada. Es un evento climatológico. Un frente polar que desciende sobre mí. Es ese hielo compacto y letal que da forma a sus facciones, la misma frialdad que una vez me pareció un desafío intrigante y que ahora se siente como una sentencia de muerte. Es como si pudiera congelarme en mi lugar, convertir mis huesos en escarcha, solo con la fuerza de su desprecio.

—Vete —dice. Así. Simple. Directo. Una sola palabra que contiene cinco años de furia contenida. Vete.

Mi corazón se desploma, pero mi cuerpo se niega a obedecer. He venido demasiado lejos.

—Necesito… necesito hablar contigo. Con usted. Con… con Anna —balbuceo, corrigiéndome, sin saber qué pronombre usar, sintiéndome como una idiota.

La mención del nombre de Anna provoca una reacción.

—¿Anna? —su tono se eleva una micra, apenas perceptible, pero suficiente para que un cuervo posado en un árbol cercano decida que es un buen momento para emigrar a un barrio más tranquilo. —¿Ahora? ¿Ahora quieres hablar con Anna? ¿Después de cinco años, un mes y catorce días? ¿Después de dejarla en un sillón de mi recepción como si fuera un paquete de Amazon que no querías?

—Yo sé cómo suena… Sé que parece terrible… —empiezo, pero él levanta una mano, un gesto cortante que me silencia de inmediato.

—No. No lo sabes. No tienes ni la más remota idea de cómo suena, porque si la tuvieras, no estarías aquí parada, fingiendo que esto es una charla casual entre viejos conocidos que se encuentran por la calle. Tú no cometiste un error. Tú cometiste un delito. Abandono de un menor. Y si crees que no tengo pruebas, estás muy, muy equivocada. Quieres verla. ¿Para qué, Lena? ¿Para enseñarle a falsificar cheques? ¿Para darle un curso avanzado sobre cómo estafar a millonarios con problemas emocionales? ¿O quizás para mostrarle tu especialidad: cómo desaparecer de la vida de las personas sin dejar rastro ni asumir responsabilidad de viles actos?

Cada palabra es un golpe. Mis piernas tiemblan. Siento la necesidad de doblarme, de protegerme, pero no he venido hasta aquí para llorar en la acera como una plañidera. Me enderezo. Levanto la barbilla. Lo miro a los ojos.




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