River adoraba a su padre tanto como lo odiaba.
El problema con adorar es que siempre viene adjunto con una necesidad de afecto que, si bien no era insaciable, tampoco parecía reducirse en ningún momento.
El Señor Visconti, Alessandro Visconti, seguramente quería a su hijo, se suponía que era así, o eso le gustaba creer a River, su padre… no era la persona más expresiva del mundo, y el chico había llegado a pensar que a veces era mejor no molestarlo con sus pasiones tontas, porque quizá no era correcto. ¿Podía esperar que su padre entendiera el mundo que amaba? No, claro que no, su padre le dijo siempre que no debía esperar nada de nadie, porque iba a ser lastimado.
Su padre tenía razón, pero era imposible para él no imaginar posibles escenarios.
Ya saben, escenarios lindos, donde las personas daban cumplidos explícitos, apoyaban tus sueños y todo eso. En realidad nadie había decepcionado a River a escalas gigantes, así que supuso que la regla aplicaba sólo para su padre y futuras relaciones amorosas.
No quería esperar nada de su padre, ya había sido herido demasiado.
«La vida no funciona así, papá, las personas estamos llenas de esperanza, es lo que nos mantiene vivos—pensaba, nunca lo decía, pero lo que pensaba después era lo peor—. No sé si me duele más que no estés o que estés sin quererlo.»
Eso último lo explicaremos luego, primero vamos a lo que vamos.
River estaba nervioso ese día, con toda la razón del mundo.
Había aprobado el nivel anterior de su clase de teatro, ahora, de alguna forma, jugaba en las grandes ligas.
El nuevo nivel no era fácil, el director no era fácil.
Todos sabían que si lograbas ser transferido al Estudio de Artes Dramáticas Richard Rogers estabas haciendo algo bien, pero no sólo eso; el director, Rolland Pollard, confiaba en su ojo más que en las credenciales, el talento, la perseverancia o el físico. Si eras aceptado por él era porque veía potencial en ti, una chispa.
Si no dabas la talla entonces eras una pérdida de tiempo, así de simple.
Dar el 100% no era suficiente, todos lo sabían, tenías que ser especial.
El Profesor Pollard tenía unos 50 años, estaba bronceado, llevaba el cabello bastante corto, lentes oscuros (explicó que no los llevaba por verse interesante, sino porque las luces de los escenarios le dañaban la vista, acababa de hacerse un tratamiento y no quería irritarse ni que lo vieran con los ojos dilatados por el medicamento), estaba bien afeitado y su sonrisa era pequeña, sutil y agradable.
Sin embargo, era un hombre estricto: si alguien llegaba tarde se cancelaba la clase, ciertos días debían ir con el uniforme, bien planchado, limpio, totalmente presentables.
—Quiero actores prolíficos, no artistas de carretera desaliñados—dijo, tajantemente—. Y, por último, no acepto que usen drogas, ni aquí ni en ningún lado; si me entero de que alguno usa drogas, queda fuera, ¿entendido?
—Sir Elton John usaba drogas, profesor—comentó uno de los chicos, con humor.
—Cuando seas ¼ de famoso de lo que es Elton John, podrás hacer lo que te dé la gana, pero mientras estés en mi academia no quiero dar la impresión de que acepto putos yonkys, ¿entendiste o no?
El chico bajó la cabeza.
—Sí, Señor, perdón, sólo era una broma.
La tarea parecía sencilla, pero sólo lo parecía. Estaba dividida en dos partes.
Debían escribir un monólogo y la siguiente clase tendrían tres minutos para interpretarlo. Algunos se vieron asustados, otros confiados, River sólo se supo ansioso, porque sabía que escribir era su punto más fuerte.
¿Si al Profesor Pollard no le gustaba su monólogo? ¿Si le decía que era una basura? ¿Si descubría que era simplemente un niño con el sueño de ser dramaturgo pero sin el talento suficiente? ¿Qué pasaría si River no tenía el talento suficiente?
Luego se retiraron, River fue de camino a lo que realmente lo tenía nervioso.
El grupo de ayuda. Oh, Diablos.
Nuestro protagonista estuvo asustado y ansioso por la siguiente etapa de su carrera artística, pero nada comparado con el grupo de ayuda para suicidas al que iba a asistir. Le pareció curioso que hubiese un grupo de ayuda para suicidas, considerando el hecho de que un suicida no estaría vivo, así que en su mente corrigió el enunciado.
Se preguntó qué tipo de personas inestables estarían allí, y se convenció de que iba a recoger información, no porque tuviese problemas propios.
El sitio era como un centro comunitario, River jamás estuvo en uno, así que no sabía cómo lucían, pero imaginaba que eso era. Si lo pensaba bien, no era un lugar tan desagradable, y de ubicación discreta.
Culpó a su torpeza cuando notó que había entrado a la sesión de los enfermos de SIDA y debía ir al salón de al lado.
River entró con pasos tímidos, no supo cómo preguntar al hombre que parecía dirigir la sesión de allí. Era un tipo de cabello rizado, piel negra, panza redonda, ojos cálidos y mirada amigable, vestido con un jersey de cuadros sobre una camisa blanca, no supo por qué quería abrazarlo, pero fue su primer pensamiento cuando lo vio.
—Hola, eh… ¿aquí es donde están los que…—sus mejillas estaban rojas de vergüenza, ese no es el tipo de cosas que se pregunta— ya sabe… atentaron contra su vida?
—Sí, amigo, somos nosotros—le sonrió comprensivamente—, ¿quieres sentarte?
Quiso sentarse, parecía un sitio seguro, como esos círculos de confianza de los que había escuchado, o leído en internet, no lo recordaba. Probablemente lo había leído en internet.
En el centro del salón se encontraban más personas de las que él esperaba, y muy diferentes a lo que él esperaba. Luego hablaremos sobre ello.
Horas después y con la nariz roja como un divertido adorno navideño, River caminó a su casa, descubrió apenas unos segundos tras salir que, en efecto, no había sacado cuentas y su casa quedaba mucho más retirada del centro comunitario de lo que esperaba, y probablemente le esperaban varias horas de “ejercicio no voluntario”, como prefería llamarlo.
La calle estaba tranquila, la ventisca era fresca, el polvo no se levantaba para molestarlo, las cosas iban bien.
Nada iba bien realmente, sólo quería creer que se sentía bien.
También quería creer que no escuchaba pisadas extrañas en la acera, a un metro de él, quería ignorar el pánico, necesitaba aislar la desconfianza. Pero, después de todo, la calle era suficientemente grande como para que alguien decidiera caminar justo detrás de él.
Por su bien, decidió creer que no era su paranoia, sino su instinto de inteligencia y buscó la navaja en su bolsillo. Desde que estuvo en los scouts se aseguraba de siempre tener una navaja, un encendedor y una linterna a la mano. ¿Quién sabe cuándo iba a necesitarlas de verdad?
El extraño detrás de él llevaba botas, y si antes estuvo a un metro de distancia ahora se encontraba mucho más cerca.
Sin pensarlo de nuevo, River se volteó y como si diese un salto ya tenía la navaja a un centímetro del cuello del hombre.
El tipo subió sus manos, en son de inocencia.
— ¿Quién eres y qué rayos quieres? —preguntó River, con la poca iluminación de la calle apenas se distinguía su rostro, pero el extraño supo que no andaba con juegos.
La voz le tembló al desconocido, todo él temblaba.
—P-Perdón, yo soy… soy Mark, del grupo d-de… apoyo. Por favor no me hagas daño.
River no bajó la guardia, ni lo soltó.
— ¿Mark?
— ¡S-Sí! Yo… Mark, t-tú… ¿eres River, v-verdad?
—Sí, soy River, ¿por qué me estabas siguiendo, Mark?
El hombre rubio, de barba ligera, quizá rellenito, cosa que no era evidente por el abrigo inmenso que vestía, bajó la mirada.
—Yo… vivo a unas calles y…—señaló la dirección con un brazo tembloroso— eres más robusto que yo, pensé que si iba detrás de ti sería más… seguro.
River lo soltó, con la mirada perdida, apenado por su comportamiento. De nuevo, temía a quién era, temía en lo que se convertía. No quería ser un monstruo, pero no conocía a ningún monstruo, así que no tenía punto de comparación.
Tenía miedo de sí mismo, quizá no a las sombras que obviamente no veía en su propio rostro, pero lo que veía en los ojos del hombre, el miedo que Mark sentía no podía perdonárselo.
«Está aterrado.»
—Perdón, por favor…—rogó River, con una voz quebrada, evitando sus lágrimas—. Perdóname.
Entre la parca iluminación y las lágrimas nublando la vista del chico no pudo distinguir la cálida sonrisa de Mark.
—A ver, hijo, no te preocupes, no hay nada que perdonar. ¿Sueles ser así de agresivo?
River se encontró sin palabras ante la pregunta, nunca se consideró a sí mismo como “agresivo”, pero últimamente quizá eso lo definía. No quería definirse como “agresivo”.
—No, eh… soy más como…
— ¿Vulnerable? —completó el hombre.
—Sí, vulnerable suena un poco mejor.
No sonaba mucho mejor, pero le gustaba más. Tampoco le gustaba, pero parecía más cercano a su realidad.
Lo menos que podía hacer era acompañar a Mark el resto del camino.
— ¿Sabe tu mamá dónde estás?
—Ella no está viva, Señor—susurró River.
—Lo siento, de verdad que sí. Y no tienes que llamarme “Señor”, sólo soy Mark.
—Gracias, Mark.
—Y, ¿tu padre? —preguntó el rubio, con cautela.
River se cortó a sí mismo, por la inseguridad de revelar su vida personal ante un hombre que no conocía. Respiró y se convenció de que su desconfianza iba a cerrar todas las posibles puertas, éste era un hombre nuevo, una puerta nueva, no quería ser juzgado, pero ya no le importaba.
¿Qué iba a ganar cerrándose a sí mismo?
—No creo que quiera saber dónde estoy, o por lo menos no quiero saber lo poco que le importaría saber dónde estoy.
La expresión de Mark se cambió a una más comprensiva.
—Bueno, si quieres y tienes el permiso, podrías cenar conmigo y mi familia.
River aceptó, la oferta le pareció más tentadora que comer en su habitación vacía y, de hecho, el hogar de Mark Cumming era uno de los sitios más acogedores en los que había estado. Si bien la casa no era el lugar más lujoso en el estado, ni el apellido familiar era “renombrado en la alta sociedad”, ni la situación era común para él, River se sentía rodeado de buenos corazones. En la mesa de Mark todos parecían tener el corazón abierto.
La esposa, María, era una hermosa mujer morena de 37 años, enfermera, su familia era puertorriqueña y su vibra era enteramente positiva, irradiaba alegría, su presencia brindaba energía. River percibió el empeño constante en hacer reír a su esposo.
Si le preguntaban al joven, diría que ¼ de la cena se la pasaron escuchando al niño, Michael, de 9 años tal vez, hablando sobre su proyecto para la feria de ciencias, los otros ¾ estuvo siendo interrogado por el niño mientras sus padres le pedían que fuera más educado con los invitados.
— ¿Qué quieres ser cuando seas grande, Mich? —preguntó un animado River.
—Astronauta, obvio—respondió Michael, sin pensarlo—. ¿Tú qué vas a ser?
River tampoco lo dudó mucho.
—Compositor de Teatro Musical.
— ¿Qué hace un Compositor de Teatro Musical? —El niño dudó un poco en la relevancia de un compositor, y River no se molestó por ello, ya que estaba acostumbrado al sentimiento. Claro que para ese tipo de situaciones ya había pensado una respuesta.
—Bueno, Mich—comenzó River, apagando las luces del comedor, haciendo señas a la pareja para que no se alarmaran—, ¿sabes lo improbable que es que dos personas tengan el mismo sueño en el mismo momento?
— ¡Eso es imposible! —respondió Mich sin más.
—Pues mi trabajo como responsable de una obra de teatro musical es…—River sacó de su bolsillo un diminuto proyector que tenía desde hacía años, lo apuntó al techo, lo encendió y proyectó figuras de luz en forma de estrellas y planetas—Reunir a cientos de desconocidos en una sala y hacer que todos compartan, por un momento, el mismo sueño.
Michael observó maravillado las estrellas que se posaban en el techo de su casa y pensó que, de alguna manera, River era una especie de mago.
Editado: 03.04.2021