Habría que echarles agua caliente, cuales perros que, a lo bestia, cruzan la calle sin advertir la velocidad de los coches, para aparearse con una perra en celo. Así todos esos prosaicos, con la lengua de fuera, jadeaban ante la presencia de la silla esa, o lo que parecía semejante aparato que tenían enfrente, tal era, que los hacía despulparse con el brillo del metal y sus acabados elegantes. A las hembras extasiadas, se les derretía la quesadilla en una sustancia que se antojaba a suero de leche, al imaginarse montadas ahí. No pude evitar sentir aflicción por la mancha en sus jeans skinny, me invade un sentimiento de culpa al haberlo notado, por estar viendo en esa dirección, pero las observaba confiado en que no me sorprenderían mirando, ya que todos actuaban irracionales, ellos se agarraban el pito sin pudor, ellas se masajeaban los senos, todos babeando, como los perros.
Exultados, todos viendo al centro del pabellón, hacia donde un hombre delgado, vestido con un fino traje italiano color negro brillante, sostenía una varita similar a la antena de un radio antiguo. Su atuendo lo complementaba una corbata color lila, sus zapatos resplandecían brillantes como el charol y remataban en una muy pronunciada punta, llevaba un sombrero de piel negra tipo Fedora, rodeado por un grueso listón del mismo color lila de su corbata.
El hombre, tomando el micrófono inalámbrico con una mano y la suerte de antena de radio extendida en la otra mano, caminaba en derredor de un aparato similar al de la fotografía que yo portaba en mis manos, donde se encontraba montada, en la misma posición de la chica de la foto, una mujer de belleza descomunal, con la piel demasiado blanca para ser real y el cabello tan negro como la ausencia de luz y color, o la ceguera misma, ésta vestía un conjunto de lencería de un material negro parecido al hule, y un tocado negro rodeado de plumas. El hombre apuntaba con la varilla las diferentes piezas que conformaban el aparato, explicando al público los cambios que, en éste, encontrarían con relación a la versión anterior, por lo que levantaba la voz con gran emoción y hacía ademanes sexuales que, inmediatamente, se reflejaban en la euforia arrancada a los espectadores, de ahí los aplausos y gritos desmesurados que yo escuchaba desde lejos antes de llegar ahí.
Con bombo y platillo, el hombre presentó a un personaje singular, bien conocido ya por todos los fanáticos del aparato, y ante la explosión de gritos de las chicas y los chiflidos de los gañanes ahí presentes. De detrás de una cortina entablonada que simulaba un telón de teatro, pero sólo lo suficientemente grande para cubrir una puerta de dos metros de ancho, salió con talante explosivo, un hombre cuya estatura pequeña contrastaba con su gran envergadura. Aunque vestido con sólo un calzón de cuero adornado con estoperoles, iba bien armado con un látigo en la mano derecha y un micrófono en la otra, movía la cadera al compás de una música moderna, insinuando movimientos lúbricos al bailar, golpeando con fuertes latigazos el suelo de madera con furia fingida, que resonaban estridentes a pesar de la música en gran volumen que salía de los gabinetes de sonido marca Marshall ubicados en cada esquina del pabellón, como los truenos que suceden a un deslumbrante relámpago de una tormenta de septiembre, igual de estridentes fueron los coros de la gente, que gritaba al unísono, «Chucho Cachucho, Chucho Cachucho, Chucho Cachucho…».
Sin dejar de bailar, el enano caminó hasta el centro del recuadro delimitado, acarició con uno de sus pequeños dedos uno de los glúteos de la chica, para después, separarse de ella dando unos pasos hacia atrás y colocándose el micrófono cerca de la boca para gritar encolerizado, «¿Quién quiere perrear?». A lo que la audiencia, conformada por todos los sexos imaginables, hombres, mujeres y numerosos tipos de homosexuales, rompiendo en éxtasis respondió al unísono, «¡Yo!». Acto seguido, el enano tiró un fuerte latigazo, que a pesar de la algarabía, resonó en la tersa piel de los glúteos de la chica, momento justo en el que terminaba la exultante melodía, seguido con un gran golpe de tarola y el disparo de unos pequeños cañones, ubicados, estratégicamente, un par de metros dentro del perímetro acordonado, que escupieron chispas incandescentes, al mismo tiempo que cayó una lluvia de papelitos rosas y morados de la estructura tubular que pendía del techo, de la cual se dirigían los juegos de luces, junto con una neblina de humo artificial, dejando fuera de la vista todo lo que se encontraba dentro del pabellón.
Para cuando se disipó este efecto enloquecedor, se escuchaba uno de los temas pertenecientes a la banda sonora de Rocky, sólo se pudo ver en derredor del pabellón a un equipo de chicos y chicas de buen aspecto, vistiendo jeans y camisetas que decían al frente «ORTOSEX», sustituyendo al grupo de porros gorilas y chicas de body paint que anteriormente rodeaban el estrado. Estos jóvenes que, orgullosos, jugaban el papel de edecanes y gíos, lanzaron algunos artículos promocionales para que la gente, que se encontraba alrededor, manoteara desesperadamente, tratando de conseguir algo de entre aquella parafernalia barata que, con serigrafía, mostraba impreso también el texto de «ORTOSEX».
Cuando se hubo quedado solo el lugar, debido al repentino comienzo de un espectáculo situado al otro lado de la arena, yo permanecí ahí, observando detenidamente el sofisticado aparato que continuaba inerte, igual que una ruina, pero en perfecto estado, postrado al centro del pabellón, veía con indiscreción la fotografía, buscando diferencias y similitudes entre ambos aparatos, pero lo borroso de la litografía me impedía ver a detalle las piezas que componían el aparato, haciendo que luzca muy parecido al que tenía enfrente de manera física.