Perreador

Capítulo 10

A pesar de ser delgados los dos, Diego es una talla más grande que Nico en todo, por lo que Nico se aseguró de escoger para él una camisa que le quede un poco holgada, y con las mangas más largas, aunque a disgusto de su amigo, en color azul claro. Así mismo lo hizo con un pantalón más largo y grande de cintura, los zapatos fueron un problema, ya lo dijo Chucho, «que engarruñe las pezuñas», y aunque el saco, a ojos de todos, encaja a la perfección en el esbelto torso de Diego, él, acostumbrado a usar traje con regularidad, nota una enorme diferencia entre la talla treintaiocho y la talla cuarenta, basta con tratar de abotonarlo. Nico no sabe de tallas, desde hace años usa trajes hechos a la medida con el mismo sastre de su padre, pero el saco que le prestó a Diego es de un tiempo en el que pesaba unos kilos más. Diego, con un ingreso más modesto, no lleva traje hecho a la medida pero suele ser más exigente a la hora del arreglo, hace mucho hincapié al sastre en turno de la tienda de trajes, o del departamento de caballeros, si es el caso, para que le quede perfecto, y no le importa volver al día siguiente a que le suban o bajen más la bastilla. Esta ocasión, Diego tiene que conformarse con armar un traje coordinado, como cualquier jueves de junta en la oficina, pero para usarlo en una cena de gala, «ni hablar», piensa, se dispone a salir vistiendo dos tonos distintos de negro. La corbata, en cambio, se tomó la libertad de usar la que él quiso, sin importar lo que diga Nico.

—¿Tienes una camisa blanca?

—Tengo muchas, pero ninguna que te quede.

Chucho los observa con recelo desde la entrada de la habitación, los ve acomodando el cambio de ropa en la cama, anudando la corbata, Diego opta por el nudo Windsor mientras que Nico, siempre más sofisticado, opta por un inusual nudo Onassis.

—Tú y tus amarres de puto, Nico.

—Déjame en paz —Contesta Nico, empujando del hombro a Diego, sin soltar de la corbata los dedos de la otra mano.

Se aplacan el greñero con gel, se ponen calcetines negros, les dan el brillo final a los zapatos con una esponja engrasada, maquillan con la punta del meñique alguna imperfección que arruine la faz, y el toque final, fragancia Claiborne.

Ya se van los dos a la cena, y Chucho, sólo mirando.

—Ahora sí, como el chinito, nomás milando —le reclama Chucho a Nico.

—Es parte del problema, esperar, al menos, a que pase esta cena, después a ver qué pasa. Te necesito, carnal, para que vigiles a la grandota.

—Ojalá que un día me lleves a mí también a esos eventos finolis —dice Chucho con sentimiento, cuidando no ser escuchado por Diego, para evitar alguna burla de su parte—, yo siempre he estado cerca, para echarte la mano en todo.

—Lo sé, Chuy, estoy consciente de que estoy en deuda contigo por dos o tres favores, o por tu simple amistad, te lo compensaré nomás saliendo de esta bronca.

—Lo hago sin esperar nada a cambio, tú lo sabes, pero a veces te pasas de lanza.

Nico se trae consigo a Chucho para decirle en voz baja, sin que escuche Diego:

—No confío en Diego para cuidar a la chica, además lo llevo porque a mi papá le caga su presencia.

Se escuchan las bocinas del reproductor de discos tocando una música electrónica, Chucho voltea y ve a Melanie bailando a un lado del estéreo, y él, haciendo una mueca más optimista, piensa, «bueno, haberme quedado no va a ser tan malo».

Los otros dos ya están listos para partir, Chucho les entrega una bolsa de hule, dentro lleva el pantalón roto y manchado con sangre de Diego, además de las botas Dr. Martens.

—Ya saben, la sacan del edificio en el maletín de la laptop, cuando estén lejos del vecindario, la tiran en algún bote de basura que vean de camino a la fiesta.

Diego y Nico salen al pasillo, advierten la presencia del vecino del departamento de enfrente, que pierde tiempo en el pasillo simulando que riega una maceta, cuya planta marchita no tiene remedio, éste respira hondo, quedándose con una gran parte de la sobrecarga de olor a loción que despiden los dos jóvenes, y comenta:

—¿Ya listos para el bacanal, muchachos?

Éstos voltean a verse, extrañados por la frase y ambos levantan los hombros. Hubiese quedado en eso y habría sido lo mejor, pero Diego, sin pensar antes de hablar, hace su movimiento de remo y añade:

—Buena noche para reventar nalgas, ¿usted qué opina, don?

—Yo opino que las fiestas inmorales van en contra de las políticas de este edificio.




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