La mañana despertaba refulgente. El suave arrullar de los pájaros no auguraba, en absoluto, la tormenta que se avecinaba. Por el contrario, todo estaba tranquilo en la imponente villa Julia, último reducto de la familia patricia más afamada en la historia del imperio.
Nada fuera de lo normal; todo parecía transitar el nostálgico camino de la rutina. Mientras los trabajadores –y esclavos- realizaban los quehaceres típicos en la parte rustica, alimentar a los caballos, limpiar los corrales, moler el trigo y custodiar el sano florecer de los cultivos; los sirvientes encargados de mantener reluciente el domus o residencia principal, también cumplían a rajatabla las funciones que los ataban para siempre a ese lugar. Sin embargo, un hecho poco usual, casi inaudito, puso en alerta a las mentes más avezadas que no tardaron en levantar la guardia y comenzar a sospechar de aquella visita.
No estaba bien. No había derecho, no había motivo.
Desde lejos podía observarse una turba, montada a caballo, acercándose a todo galope en dirección a la propiedad. ¿Quién avanzaba con semejante ejército a una casa de familia? La respuesta era obvia. Las insignias imperiales y los rostros inconfundibles que encabezaban la procesión echaban por tierra el misterio y delataba a los visitantes aunque no así sus verdaderas intenciones.
Al frente de la caballería el magister officiorum, ministro del Interior y jefe de la casa imperial, con cara de pocos amigos, se apuraba a llegar a destino consciente de que su sola presencia amedrentaba los corazones temerosos de la aristocracia romana. No era ningún secreto la relación tirante que existía entre el emperador y las familias más tradicionales; de allí, que no fueran bien recibidas las visitas inesperadas de funcionarios de alto rango, sospechadas de no portar buenos augurios.
Todos estaban inquietos, desde los esclavos hasta los capataces podía sentirse el tiritar de las almas estrujadas. Sin embargo, pese a los malos presentimientos, nadie hubiera podido imaginar que aquel encuentro que estaba por producirse iba a cambiar la vida de todos los habitantes para siempre; desde el más insignificante hasta el más acomodado, todos sufrirían un cimbronazo imposible de asimilar.
—¡Abran paso al ejercito de Su majestad! —gritó uno de los soldados frente a la muralla de piedra que los separaba de los propiedad.
—¿Qué los trae a los territorios de Ania Druslia Julia? —preguntó un hombre desgarbado, ubicado en una suerte de torre de vigilancia.
—Los territorios de Ania Drusila Julia— susurró por lo bajo el magistrado, meneando la cabeza, no pudiendo concebir lo que sus oídos recibían.
—Venimos en nombre del emperador, abran las puertas de inmediato —volvió a gritar el soldado, intentando en vano, calmar las ansias de su caballo.
No hubo más remedio que dejarlos pasar. Pese a la legendaria libertad con la que se movía la aristocracia, llegando, incluso, a tener sus propios ejércitos y tantos o más empelados que el mismísimo emperador; todavía se respetaban la autoridad y las investiduras.
El camino a la propiedad era largo. A su paso, la guardia de Justiniano podía observar, con algo de envidia y mucho de recelo, a los cientos de esclavos trabajando en el inmenso campo y a otros tantos, capataces y sirvientas, que continuaban realizando sus labores ignorando, de modo insultante, la presencia de los emisarios reales.
Graneros, molinos, almacenes, herrerías eran solo algunas de las pujantes instalaciones de aquella propiedad que desafiaba, abierta y descaradamente, la riqueza de los dueños del mundo.
—Es intolerable —farfulló Fabio Rodesio, mano derecha del magistrado—, ni siquiera el emperador posee tantas tierras. ¡Miren! Verde hasta donde la vista alcanza.
—Es un verdadero centro comercial —respondió el magistrado avanzando estoico hacia la residencia. Oliva, cereales, hortalizas, verduras; árboles frutales y el mejor vino; todo sale de esta estancia.
—Es un insulto para nuestro emperador.
—No desesperes Fabio —lo calmó el magistrado—, no olvides por qué estamos aquí, pronto confiscaremos todo.
La pintura se elevaba descomunal. Elevada unos cuantos metros por encima de los campos, se hallaba la enorme propiedad residencial donde aguardaba, nerviosa, la anfitriona.
Cabe destacar que la situación era extraña para todos. Si bien el magistrado estaba escoltado por unos cincuenta soldados enviados por Justiniano; no era menos cierto que una cantidad mayor, fieles a la dueña de casa, los vigilaban muy de cerca. Por descabellado que parezca, esos hombres, muchos de ellos vulgares obreros, habían prosperado gracias a su señora y estaban dispuestos a dar la vida por ella; aunque cumplir la voluntad de sus corazones significara desafiar al mismísimo poder imperial.
—Hemos venido en visita oficial para anoticiar a Ania Drusila de la voluntad del emperador —dijo el magistrado descendiendo de su caballo, dirigiéndose a un hombre en extremo alto, barbado, que oficiaba de portero.