—¿Cómo creen que le haya ido a Fabio?
—No lo sé. Es una imprudencia pretender negociar con un gobernador; y más con Ticiano.
—Sí, es cierto. Tiene fama de perro con pocas pulgas.
—Además yo ya estoy cansado de trabajar para él y recibir continuos latigazos como si fuéramos bestias. ¡No lo necesitamos!
—Tal vez tuvimos suerte y ya pasó a mejor vida —sonrió.
En ese instante de esparcimiento en el que los bandoleros expresaban a viva voz sus deseos más íntimos y se animaban, aunque fuera en su ausencia, a vociferar contra quien, hasta ayer nomás, era el amo y señor de sus vidas; en ese momento de distracción, confiados y adormecidos por la grácil compañía de la luna; una mujer que habían olvidado por completo los sorprendió con la guardia baja y dispuesta a hacer justicia por mano propia, si de eso dependía el reencuentro impostergable con su hija.
—Si te mueves, te mueres —lo amenazó, al hombre barbado, con una espada en su cuello.
—Tranquila, no hagas una tontería —respondió a modo de súplica.
—¿Dónde está mi hija?
—Ya no la tenemos —respondió, pálido, otro de los criminales.
—Será mejor que la traigan en este preciso instante o le cortaré la garganta, lo juro.
—Pues hazlo.
—¡Antonio, qué dices! —gritó, desesperado, sintiendo como el hielo, la fría hoja que merodeaba su cuello.
—No seas tonta mujer; si lo matas, nosotros te mataremos a ti.
—Entonces correré el riesgo.
Fue lo último que dijo Ania antes de degollar, sin miramientos, al cabecilla que no tuvo ocasión, siquiera, de avizorar el gélido abrazo de la muerte que llegó presurosa a reclamar un alma ensombrecida.
Y allí estaba la otrora Señora de la aristocracia, parada frente a sus verdugos, dispuesta a enfrentarlos en un combate singular. Sus ojos parecían prendidos fuego y su postura firme y decidida, evidenciaba que no tenía ninguna intención de reflexionar sino que por el contrario, estaba dispuesta a arriesgarlo todo.
—Lo mataste —tartamudeó, con los ojos desorbitados, sorprendido.
—¿Quién de ustedes se postula para acompañarlo al infierno?
Lo que para cualquier mortal hubiera significado un acto traumático, regado por un sinfín de sangre que salía a borbotones del cuerpo decapitado, para aquella mujer, sin embargo, se trataba de una muestra mínima de lo que era capaz de hacer o de los límites que estaba dispuesta a atravesar, con el único propósito de recuperar a Caterina.
—¿Quién eres? —preguntó frunciendo el ceño.
—Mi nombre es Ania Drusila Julia.
—¡Imposible! ¿Cómo una mujer de noble cuna termina como pordiosera en una taberna de mala muerte?
—¿Dónde está mi hija? —insistió.
—Eres una impostora —escupió al fango—. Pagarás caro haber osado utilizar el linaje de Julio César, ensuciando su sangre y su legado.
—Su sangre corre por mis venas —dijo estoica, con la espada en sus manos.
—Tal vez su sangre corra por tus venas pero no dejas de ser una mujerzuela asustada —sonrió mientras se desplazaba, de forma horizontal, arañando con su espada los gastados adoquines.
—Sí, es cierto. La dinastía Julia está terminada dentro del imperio —remató el segundo criminal alzando su espada.
—Puede que mi familia ya no gobierne pero este imperio no existiría sino fuera por la mano de mi esposo —retrucó inmutable, con los ojos al frente, despreocupada de los hombres que comenzaban a rodearla.
—Hemos oído rumores del gran Marco de Tesalónica; sin embargo, para tu desdicha, él está muy lejos de casa.
—Y no olvides el botín.
—Es cierto, el emperador ha puesto una suculenta suma a tu cabeza.
—Les doy la última oportunidad de salvar su vida ¿Dónde está mi hija?
—Creo que es hora de que aprendas modales, no recibimos órdenes de ninguna mujer —dijo Antonio dando un paso al frente, abalanzándose sobre Ania que, con suma destreza, pudo gambetear una muerte segura.
—Mi hija —repitió.