Por la nieve y la oscuridad

Sombras de la ciudad vieja

La ventisca se retiraba despacio, como una fiera herida. Las calles de Auris aún no habían sido despejadas de los montículos, y bajo el peso de la nieve la ciudad parecía sumida en el olvido. El aire era húmedo, gélido, con un olor a metal, como si en el éter hubiese quedado óxido después del dolor. Salí de la tienda antes del amanecer: a esa hora la ciudad estaba vacía, solo unos cuantos faroles adormeciéndose y el crujido de las pisadas bajo las suelas. Ardin me esperaba en la esquina de la casa del trapero; su rostro estaba ceñudo, con ojeras—y algo nuevo debajo. Algo que temía llamar esperanza.

—Aquí está todo lo que pediste —dijo sin saludo y me tendió una bolsa. Toqué cada objeto: un dibujo extrañamente raro, una vela, un juguete, un collar de cuentas…

Y sentí cómo la magia se removía por dentro. Percibí que el juguete tenía un rastro, un aura extraña. Algo inexplicable y ajeno. Una hebra me tiraba hacia un lugar, y en una visión breve vi una casa.

—Calle del Silencio, número seis —murmuré al volver en mí—. Hace mucho hubo allí un orfanato para niños magos a los que la Academia se negaba a aceptar. Luego clausuraron el edificio; circularon rumores de espíritus hostiles, incluso sospechas de una secta. Pero tras la aparición del Consejo, todos de allí simplemente desaparecieron.

—¿Crees que allí?

—Creo que conviene empezar por ese lugar. Vamos.

No hablamos en el camino. Oía cómo un hombre no acostumbrado a confiar había hecho su elección. Y yo, a su lado, me sentía a salvo.

Un sendero nevado nos condujo por barrios donde las ventanas no se encendían desde hacía tiempo. Allí vivía el Auris antiguo: la ciudad de antes de todas las reformas, de antes de los consejos mágicos, de antes del éter como fuente de poder. Las piedras bajo nuestros pies parecían guardar memoria de víctimas y secretos.

La casa número seis resultó ser tal cual la había visto en mi visión: fachada ladeada, escalones rotos y una puerta que apenas se sostenía en los goznes. Alrededor, ni un alma. Solo el viento arrojando al aire puñados de nieve y huellas congeladas de unas botas. Pero no fue eso lo que atrajo mi atención.

—Espera —susurré, agachándome. Junto a una de las huellas—casi borrada—yacía un símbolo dibujado en la nieve con algo afilado. Casi un círculo, casi perfecto, pero con algo inquietante. Cuatro líneas desde el centro, como rayos, y en el extremo de cada una—una runa antigua. No moderna. Ritual.

Me quité el guante y toqué con cuidado el borde del signo. La magia respondió bajo la piel: vieja, viscosa, con olor a ceniza y sal muerta. Se me secó la boca.

—¿Sabes qué es? —Ardin estaba a mi lado, demasiado cerca, pero no me aparté.

—Tal vez. Este signo no es casual. Es parte de un círculo de invocación. He visto algo parecido. Hace mucho, en la biblioteca de la Academia de Magia. Secciones prohibidas.

Él calló, pero yo sabía que su atención no flaqueaba ni un instante.

—Este signo pudo formar parte de un ritual del Códice de las Marcas Profundas. No es de aquí. Es… antiguo. Anterior a la Academia. Anterior a todo lo que aquí llamáis magia legal.

Hurgué en la bolsa y saqué un escáner portátil de éter. Lo acerqué al símbolo: el aparato parpadeó en carmesí.

—Residuos perceptibles. Anclaje rígido al dolor mental. Alguien usó este signo como un ancla. Para arrancar un alma… o para retenerla.

—Dioses… —susurró. Ambos entendimos que tal vez al niño le habían arrebatado el alma. Pero nadie se atrevió a decirlo en voz alta.

—Este ritual es antiguo; lo usaban siglos antes del Consejo. Y alguien dejó este signo vinculado al dolor mental no porque sí. Alguien quería que yo lo supiera, que lo viera.

Las palabras quedaron suspendidas entre nosotros. Comprendí: ya no podría retroceder. Y él, tampoco.

No dormí aquella noche. Ni siquiera lo intenté.

El símbolo no solo emergió en mi memoria—despertó en mí, como si sus líneas se hubieran impreso dentro del cráneo, zumbando bajo la piel, vibrando con mi respiración. No solo sabía que ya lo había visto—recordaba dónde.

Casi enseguida de que me arrojara a este mundo. En una moneda de bronce que desapareció tras mi contacto.

Entonces apenas empezaba a comprender que no volvería. Era… ajena. Pero siempre fui terca.

Recuerdo cómo entré en el edificio principal de la Academia—no como estudiante, sino como «ayudante temporal», a la que trataban con condescendencia.

Me quedaba por las tardes más de lo debido. Cuando el bibliotecario dormía, me deslizaba a las salas del fondo—archivos de saberes prohibidos. No por ansias de infringir—por instinto. Sentía que allí podría saber algo de ese símbolo; solo había que buscar.

Y un día, tras un muro polvoriento de tomos encantados, lo encontré.

El Códice de las Marcas Profundas.

No un libro—una reliquia escrita con sangre. Antigua como el mundo. En sus páginas—solo símbolos. Cientos. Unos, desvaídos; otros latían como si tuvieran vida propia.

Y entre ellos…

Él.

Un círculo con rayos.

Runas en los extremos.

El símbolo de la nieve.

Entonces lo toqué—apenas con un dedo, pero bastó. La respuesta llegó al instante: no un sonido, no una imagen, un sabor—como si me envolvieran ceniza y hierro.

Me aparté de golpe. Cerré el libro. Luego—lo oculté. No se lo conté a nadie. No era solo conocimiento—era advertencia.

Y ahora… había aparecido de nuevo.

De vuelta a la realidad, estaba de pie junto a la chimenea. La llama me calentaba las manos, pero por dentro yo estaba helada.

Ardin callaba—me dio tiempo, intuía que andaba perdida dentro de mí, entre sombras del pasado.

—Sabes qué símbolo es —dijo al fin. No una pregunta. Una afirmación.

—Lo sé. Y sé que no debería estar aquí. Pertenece a secciones prohibidas. A lo que llaman magia negra. Los miembros del clan usaban ese signo—y muchos otros—para invocar.

—¿A quién?




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