Posdata: te quiero

2

—¡Gerry, apaga la luz!

Holly reía tontamente mientras miraba a su marido desnudarse delante de ella. Éste bailaba por la habitación haciendo un striptease, desabrochándose lentamente la camisa blanca de algodón con sus dedos de pianista. Arqueó la ceja izquierda hacia Holly y dejó que la camisa le resbalara por los hombros, la cogió al vuelo con la mano derecha y la hizo girar por encima de la cabeza. Holly rió otra vez.

—¿Que apague la luz? ¡Qué dices! ¿Y perderte todo esto?

Gerry sonrió con picardía mientras flexionaba los músculos. No era un hombre vanidoso aunque tenía mucho de lo que presumir, pensó Holly. Tenía el cuerpo fuerte y estaba en plena forma, las piernas largas y musculosas gracias a las horas que pasaba haciendo ejercicio en el gimnasio. Su metro ochenta y cinco de estatura bastaba para que Holly se sintiera segura cuando él adoptaba una actitud protectora junto a su cuerpo de metro setenta y siete. No obstante, lo que más le gustaba era que al abrazarlo podía apoyar la cabeza justo debajo del mentón, de modo que notase el leve soplido de su aliento en el pelo haciéndole cosquillas.

El corazón le dio un brinco cuando se bajó los calzoncillos, los atrapó con la punta del pie y los lanzó hacia ella, aterrizando en su cabeza.

—Bueno, al menos aquí debajo está más oscuro. —Holly se echó a reír.

Siempre se las arreglaba para hacerla reír. Cuando llegaba a casa, cansada y enojada después del trabajo, él se mostraba comprensivo y escuchaba sus lamentos. Rara vez discutían, y cuando lo hacían era por estupideces que luego les hacían reír, como quién había dejado encendida la luz del porche todo el día o quién se había olvidado de conectar la alarma por la noche.

Gerry terminó su striptease y se zambulló en la cama. Se acurrucó a su lado, metiendo los pies congelados debajo de sus piernas para entrar en calor. —¡Aaay! ¡Gerry, tienes los pies como cubitos de hielo! —Holly sabía que aquella postura significaba que no tenía intención de moverse un centímetro—. Gerry…

—Holly.. —la imitó él.

—¿No te estás olvidando de algo?

—Creo que no —contestó Gerry con picardía.

—La luz.

—Ah, sí, la luz —dijo con voz soñolienta, y soltó un falso ronquido.

—¡Gerry!

—Anoche tuve que levantarme a apagarla, si no recuerdo mal —arguyó Gerry.

—Sí, ¡pero estabas de pie justo al lado del interruptor hace un segundo!

—Sí… hace un segundo —repitió él con voz soñolienta.

Holly suspiró. Detestaba tener que levantarse cuando ya estaba cómoda y calentita en la cama, pisar el suelo frío de madera y luego regresar a tientas y a ciegas por la habitación a oscuras. Chasqueó la lengua en señal de desaprobación.

—No puedo hacerlo siempre yo, ¿sabes, Hol? Quizás algún día yo no esté aquí y… ¿qué harás entonces?

—Pediré a mi nuevo marido que lo haga —contestó enfurruñada, tratando de apartar a patadas sus pies fríos.

—¡Ja

—O me acordaré de hacerlo yo misma antes de acostarme —añadió Holly.

Gerry soltó un bufido.

—Dudo mucho que así sea, amor mío. Tendré que dejarte un mensaje al lado del interruptor antes de irme para que no se te olvide.

—Muy amable de tu parte, aunque preferiría que te limitaras a dejarme tu dinero —replicó Holly.

—Y una nota en la caldera de la calefacción —prosiguió Gerry. —Ja, ja.

—Y en el cartón de la leche.

—Eres muy gracioso, Gerry.

—Ah, y también en las ventanas, para que no las abras y se dispare la alarma por las mañanas.

—Oye, si crees que sin ti seré tan incompetente, ¿por qué no me dejas en tu testamento una lista de las cosas que tengo que hacer?

—No es mala idea —dijo Gerry, y se echó a reír.

—Muy bien, entonces ya apago yo la maldita luz.

Holly se levantó de la cama a regañadientes, hizo una mueca al pisar el gélido suelo y apagó la luz. Tendió los brazos en la oscuridad y avanzó lentamente de regreso a la cama.

—¿Hola? Holly, ¿te has perdido? ¿Hay alguien ahí? ¿O ahí? ¿O ahí? —vociferó Gerry a la habitación a oscuras.

—Sí, estoy… ¡Ay! —gritó Holly al golpearse un dedo del pie contra la pata de la cama—. ¡Mierda, mierda, mierda! ¡Que te jodan, gilipollas! Gerry soltó una risa burlona debajo del edredón.

—Número dos de mi lista: cuidado con la pata de la cama…

—Oh, cállate, Gerry, y deja de ponerte morboso —le espetó Holly, tocándose el pie con la mano.

—¿Quieres que te lo cure con un beso? —preguntó Gerry.

—No, ya está bien —respondió Holly con impostada tristeza—. Bastará con que los meta aquí para calentarlos…

—¡Aaah! ¡Jesús, están helados! Holly rió de nuevo.

Así fue como surgió la broma de la lista. Era una idea simple y tonta que no tardaron en compartir con sus amigos más íntimos, Sharon y John McCarthy. Era John quien había abordado a Holly en el pasillo del colegio cuando sólo tenían catorce años para farfullar la frase famosa: «Mi colega quiere saber si saldrías con él.» Tras días de incesante debate y reuniones de urgencia con sus amigas, Holly finalmente accedió. «Oh, venga, Holly—la había apremiado Sharon—, está como un tren, y al menos no tiene la cara llena de granos como John.»

Cuánto envidiaba Holly a Sharon ahora mismo. Sharon y John se casaron el mismo año que ella y Gerry. Con veintitrés años, Holly era la benjamina del grupo; el resto tenía veinticuatro. Alguien dijo que era demasiado joven y la sermoneó insistiendo en que, a su edad, debería ver mundo y disfrutar de la vida. En vez de eso, Gerry y Holly recorrieron juntos el mundo. Tenía mucho más sentido hacerlo así, ya que cuando no estaban… juntos, Holly sentía como si a su cuerpo le faltara un órgano vital.

El día de la boda distó mucho de ser el mejor de su vida. Como casi todas las niñas, había soñado con una boda de cuento de hadas, con un vestido de princesa y un hermoso día soleado en un lugar romántico, rodeada de sus seres queridos. Imaginaba que la recepción sería la mejor noche de su vida y se veía bailando con todos sus amigos, siendo la admiración de la concurrencia y sintiéndose alguien especial. La realidad fue bastante distinta.




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