Posdata: te quiero

19

Paul y el Bigotes corrieron escaleras arriba hasta el club y se reunieron con el gorila gigante delante de la cortina dorada.

«¿Qué está pasando?», preguntó el Bigotes.

«Esas chicas que me dijiste que vigilara han intentado colarse a gatas al otro lado», dijo el hombretón muy serio. Bastaba verle para adivinar que su empleo anterior conllevaba el asesinato de personas que intentaban colarse a gatas al otro lado. Se estaba tomando muy en serio aquel atentado contra la seguridad del local.

«Dónde están?», preguntó el Bigotes. El gigantón carraspeó y apartó la vista. «Se han escondido, jefe.»

El Bigotes puso los ojos en blanco. «¿Se han escondido?»

«Sí, jefe.»

«¿Dónde? ¿En el club?» «Creo que sí, jefe.» «¿Crees que sí?»

«Bueno, no nos hemos cruzado con ellas al entrar, así que todavía tienen que estar aquí», terció Paul.

«Muy bien. —El Bigotes suspiró—. Pues empecemos a buscarlas. Que alguien se quede aquí y no le quite ojo a la cortina.»

La cámara seguía en secreto a los tres gorilas mientras éstos patrullaban el club, mirando detrás de los sofás, debajo de las mesas y detrás de las cortinas. Hasta enviaron a alguien a inspeccionar el lavabo. La familia de Holly se desternillaba de risa ante la escena que se desarrollaba en la pantalla.

Se produjo cierto revuelo en la parte alta del club y los gorilas se encaminaron hacia allí para ver qué ocurría. Estaba empezando a formarse un corro. Las dos bailarinas cubiertas de pintura dorada habían dejado de bailar y miraban la cama con cara de horror. La cámara hizo una panorámica hasta la cama de matrimonio inclinada para que se viera mejor. Bajo las sábanas doradas de seda parecía que hubiera tres cerdos en plena pelea. Sharon, Denise y Holly se revolcaban entre chillidos intentando ponerse tan planas como podían para pasar inadvertidas. El gentío se agolpó ante el lecho y, en un momento dado, dejó de sonar música. Los tres bultos de la cama dejaron de retorcerse y se quedaron inmóviles, sin saber qué estaba sucediendo fuera.

Los gorilas contaron hasta tres y retiraron el cobertor de la cama. Tres muchachas muy asustadas, que parecían ciervos sorprendidos por los faros de un coche, los miraban fijamente tendidas boca arriba, los brazos pegados al cuerpo.

«Nos teníamos que lograr cuarenta guiños antes de marcharnos», dijo Holly con su acento mayestático, y las otras dos se echaron a reír.

«Vamos, princesa, se acabó la diversión», dijo Paul.

Los tres hombres acompañaron a las chicas hasta la salida y les aseguraron que nunca más volverían a poner los pies en el club.

«¿Puedo decir a mis amigas que nos marchamos?», preguntó Sharon. Los hombres chasquearon la lengua y desviaron la mirada.

«Disculpe. ¿Estoy hablando sola? Le he preguntado si puedo ir a decir a mis amigas que tenemos que irnos.»

«Mirad, basta de juegos, chicas —dijo el Bigotes, enojado—. Vuestras amigas no están aquí. Así que ahora largo, ya es hora de irse a la cama.» «Perdone —insistió Sharon—, tengo dos amigas en el bar VIP Una de ellas lleva el pelo rosa y la otra…»

«Chicas! —advirtió el Bigotes, alzando la voz—. No quiere que nadie la moleste. Es tan amiga vuestra como el primer hombre que fue a la Luna. Y ahora largo de aquí, antes de que os metáis en más problemas.»

En el club todos aullaban de risa.

La escena cambió a «El largo regreso a casa», en la que las chicas aparecían a bordo de un taxi. Abbey iba sentada como un perro, sacando la cabeza por la ventanilla abierta por orden del taxista.

«No vas a vomitar en mi taxi. O sacas la cabeza por la ventanilla o vuelves a casa caminando.»

El rostro de Abbey estaba amoratado y le castañeteaban los dientes, pero no iba a caminar todo el trayecto hasta su casa. Cíara, cruzada de brazos y en silencio, estaba enojada con las chicas por haberla obligado a marcharse del club tan temprano, pero sobre todo por haberla puesto en evidencia al desmontarle la farsa de ser una famosa cantante de rock. Sharon y Denise se habían dormido y apoyaban la cabeza la una en la otra.

La cámara volvió a enfocar a Holly, que ocupaba de nuevo el asiento del pasajero, sólo que esta vez no estaba taladrándole el oído al taxista. Apoyaba la cabeza en el respaldo del asiento y miraba fijamente al frente hacia la noche oscura. Holly supo lo que estaba pensando cuando se vio a sí misma en la imagen. Había llegado la hora de regresar sola una vez más a aquella casa grande y vacía.

«Feliz cumpleaños, Holly», dijo Abbey con un hilo de voz temblorosa. Holly se volvió para sonreírle y quedó de cara a la cámara.

«¿Todavía estás filmando con esa cosa? íApágala!»

Y dio un manotazo a la cámara, que cayó de las manos de Declan.

Fin.

Mientras Daniel iba a encender las luces del club, Holly se escabulló rápidamente del grupo y huyó por la primera puerta que encontró. Necesitaba ordenar sus ideas antes de que todos comenzaran a hablar del documental. Se encontró en un almacén diminuto rodeada de fregonas, cubos y barriles de cerveza vacíos. «Qué sitio tan estúpido para esconderse», pensó. Se sentó en un barril y meditó sobre lo que acababa de ver. Estaba conmocionada. Se sentía confusa y enojada con Declan. Éste le había dicho que estaba haciendo un documental sobre la vida nocturna. Recordaba perfectamente que no había mencionado nada de hacer un programa sobre ella y sus amigas. Sin embargo las había convertido literalmente en un espectáculo. Si hubiera pedido permiso educadamente para hacerlo hubiese sido distinto. Aunque lo cierto es que no lo habría autorizado.

No obstante, lo último que deseaba en ese momento era gritarle a Declan delante de los demás. Aparte del hecho de que el documental la había humillado por completo, lo cierto era que Declan lo había filmado y editado muy bien. Si hubiese aparecido en pantalla cualquier otra persona que no fuese ella, Holly lo habría considerado merecedor del premio. Pero era ella, de modo que no merecía ganar… Debía admitir que algunas partes eran divertidas, y no le importaban tanto los planos en los que ella y sus amigas hacían tonterías, cuanto los taimados fragmentos que mostraban su desdicha.




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