Holly saltó de inmediato de la cama, se puso un chándal y fue en coche hasta el quiosco más cercano. Al llegar, comenzó a hojear los periódicos en busca de lo que había hecho que Sharon pusiera el grito en el cielo. El hombre de detrás del mostrador tosió significativamente y Holly levantó la vista hacia él. —Esto no es una biblioteca, señorita. Si quiere leerlo, tiene que comprarlo —dijo el quiosquero, señalando el diario con el mentón.
—Ya lo sé —replicó Holly, molesta por su grosería. La verdad, ¿cómo demonios iba nadie a saber qué periódico quería comprar si tampoco sabía en cuál de ellos aparecía lo que uno estaba buscando? Terminó por coger un ejemplar de cada uno de los diarios del expositor y tiró el montón sobre el mostrador, sonriendo con dulzura.
El hombre se quedó perplejo y comenzó a pasarlos uno por uno por el escáner de la caja registradora. Detrás de Holly empezó a formarse una cola. Holly contempló la selección de chocolatinas expuesta delante de ella y echó un vistazo alrededor para ver si alguien estaba mirándola. Todo el mundo la estaba mirando. Se volvió de nuevo hacia el mostrador. Finalmente levantó un brazo y cogió dos tabletas de chocolate de tamaño extragrande del estante más cercano, pero como las cogió de la parte inferior del montón, el resto de las tabletas comenzó a caer al suelo. El adolescente que tenía detrás resopló y miró hacia otro lado mientras, ruborizándose, Holly se agachaba y comenzaba a recogerlas. Habían caído tantas que tuvo que agacharse y levantarse varias veces. La tienda estaba en silencio, aparte de algunos tosidos procedentes de la impaciente cola que se había formado. Añadió a hurtadillas unos cuantos paquetes de golosinas a su montón.
—Para los críos —dijo en voz alta al quiosquero para que la gente de la cola también la oyera.
El quiosquero se limitó a gruñir y siguió pasando artículos por el escáner. Entonces Holly recordó que necesitaba leche, de modo que salió corriendo de la cola hasta el otro extremo de la tienda para coger un cartón de leche de la nevera. Varias mujeres chasquearon la lengua mientras regresaba al principio de la cola, donde añadió la leche a su montón. El quiosquero dejó de pasar artículos por el escáner para mirarla. Holly le sostuvo la mirada con expresión confusa.
—¡Mark! —gritó el quiosquero.
Un adolescente con la cara llena de granos surgió de uno de los pasillos de la tienda con una pistola de etiquetar en la mano.
—¿Sí? —dijo malhumorado.
—Abre la otra caja, ¿quieres, hijo? Creo que aquí tenemos para rato. —Fulminó a Holly con la mirada y ella le hizo una mueca.
Mark se encaminó parsimoniosamente hasta la segunda caja sin quitarle el ojo de encima a Holly. «¿Qué pasa? —se preguntó ella a la defensiva—. No me culpes por tener que hacer tu trabajo.» El chaval ocupó su puesto detrás de la caja y toda la cola se desplazó de inmediato. Satisfecha de que ya no hubiera nadie observándola, Holly cogió unas cuantas bolsas de patatas fritas de debajo del mostrador y las añadió a sus compras.
—Fiesta de cumpleaños —masculló.
En la otra cola el adolescente que iba detrás de Holly pidió un paquete de cigarrillos en voz baja.
—Tienes algún documento de identidad? —le preguntó Mark en voz muy alta.
El adolescente miró alrededor, avergonzado. Al igual que él antes, Holly resopló y miró hacia otro lado.
—¿Algo más? —preguntó el quiosquero con sarcasmo.
—No, gracias, esto es todo —dijo Holly, apretando los dientes. Pagó en efectivo y se las vio y deseó para meter todo el cambio en el monedero.
Siguiente —dijo el quiosquero, señalando con el mentón al cliente que iba detrás de Holly.
—Hola, quisiera un paquete de Benson y…
—Disculpe —le interrumpió Holly—. ¿Podría darme una bolsa, por favor? —pidió eduéadamente, mirando el enorme montón de comestibles que había encima del mostrador.
—Espere un momento —respondió el quiosquero con acritud—. Antes atenderé a este caballero. Diga, señor, ¿cigarrillos, pues?
—Sí, por favor—respondió el cliente mirando a Holly con aire de disculpa. —Bien —dijo el quiosquero— ¿Qué me pedía?
—Una bolsa. —Holly apretó la mandíbula. —Son veinte céntimos, por favor.
Holly suspiró ostensiblemente y volvió a abrir el bolso para buscar el monedero. Otra vez se formó una cola a sus espaldas.
—Mark, vuelve a abrir la caja, ¿quieres? —pidió el quiosquero insidioso. Holly sacó la moneda del monedero, la puso en el mostrador dando un golpe y comenzó a llenar la bolsa con sus compras.
—Siguiente —dijo el quiosquero, mirando por encima del hombro de Holly. Ésta sintió que la presionaban para que se apartara y terminó de llenar la bolsa precipitadamente.
—Aguardaré a que la señora haya terminado —decidió el cliente muy cortés. Holly le sonrió agradecida y se volvió para salir de la tienda. Se dirigió hacia la puerta refunfuñando para sí misma hasta que Mark, el chico de la segunda caja, la asustó al gritarle:
—¡Eh, te conozco! ¡Eres la chica de la tele!
Sorprendida, Holly se volvió y el asa de plástico se rompió por el peso de los periódicos. Todo el contenido de la bolsa se desparramó por el suelo; las chocolatinas, los caramelos y las patatas salieron despedidos en todas direcciones.
El cliente simpático se arrodilló para ayudarla a recoger sus pertenencias, mientras el resto de los presentes observaba, divertidos y se preguntaban quién era la chica de la tele.
—Eres tú, ¿verdad? —El chaval rió. Holly le sonrió débilmente desde el suelo. —¡Lo sabía! —Dio una palmada, entusiasmado—. ¡Eres increíble!
Sí, Holly se sentía realmente increíble de rodillas en el suelo de una tienda recogiendo tabletas de chocolate. Se sonrojó y carraspeó nerviosamente. Luego dijo:
—Perdone… ¿podría darme otra bolsa, por favor?
—Sí, cuesta…
—Ahí tiene —le interrumpió el cliente simpático, dejando una moneda de veinte céntimos sobre el mostrador. El quiosquero se mostró perplejo y continuó atendiendo a los demás clientes.