Cuatro horas después el avión se deslizó por encima del mar y aterrizó en el aeropuerto de Lanzarote, haciendo que todo el pasaje gritara vítores y aplaudiera. Dentro del avión no había nadie tan aliviado como Denise.
—Tengo un dolor de cabeza espantoso —se lamentó mientras se dirigían a recoger el equipaje—. Esa maldita cría no ha dejado de hablar ni un instante en todo el trayecto.
Se masajeó las sienes y cerró los ojos para relajarse.
Al ver que Cindy y sus secuaces se dirigían hacia ellas, Sharon y Holly se escabulleron entre el gentío, dejando sola a Denise con los ojos cerrados. Buscaron un lugar entre la multitud que les permitiera ver bien los equipajes. El grueso de los pasajeros pensó que sería una gran idea esperar pegados a la cinta transpórtadora inclinados hacia delante, de modo que sus vecinos no pudieran ver las maletas que se aproximaban. Tuvieron que esperar casi media hora antes de que la cinta comenzara a moverse, y otra media hora más tarde aún esperaban sus maletas mientras la mayoría de los pasajeros ya había salido hacia sus respectivos autobuses.
—Sois unas brujas —les espetó Denise, acercándose a ellas tirando de su maleta—. ¿Aún estáis esperando?
—No, simplemente me encanta estar aquí de pie viendo pasar las mismas bolsas abandonadas una y otra vez. Si quieres ir hacia el autobús, me quedaré un rato más a disfrutar del espectáculo —dijo Sharon con sarcasmo.
—Espero que hayan perdido tu maleta —replicó Denise—. O aún mejor, espero que se te abra y que todas tus bragas y sostenes queden desparramados por la cinta a la vista de los curiosos.
Holly miró a Denise con aire divertido. —¿Ya te encuentras mejor?
—No hasta que fume un cigarrillo —contestó Denise, que aun así se las arregló para sonreír.
—¡Vaya, ahí llega mi maleta! —dijo Sharon, contenta. La cogió de la cinta transportadora de un tirón, golpeando a Holly en la espinilla.
—¡Au!
—Perdona, pero tenía que salvar mi ropa.
—Como me hayan perdido la maleta los demando —dijo Holly, enojada. A aquellas alturas los demás pasajeros ya se habían marchado y eran las únicas que seguían esperando—. ¿Por qué me toca siempre ser la última en la recogida de equipajes? —preguntó a sus amigas.
—Es la ley de Murphy —explicó Sharon—. Ah, ahí está.
Cogió la maleta y volvió a golpear la maltrecha espinilla de Holly. —¡Ay, ay, ay! —gritó Holly—. Al menos podrías cogerla hacia el otro lado. —Perdona —dijo Sharon, contrita—, sólo sé hacerlo hacia un lado. Las tres fueron en busca de la responsable de su grupo.
—¡Suelta, Gary! ¡Déjame en paz! —oyeron gritar a una voz al doblar una esquina.
Siguieron el sonido y localizaron a una mujer vestida con un uniforme rojo de responsable de grupo de turistas, que estaba siendo acosada por un muchacho que llevaba el mismo uniforme. Al aproximarse, la mujer se puso erguida.
—¿Kennedy, McCarthy y Hennessey? —preguntó con marcado acento londinense.
Las chicas asintieron con la cabeza.
—Hola, me llamo Victoria y seré la responsable de su estancia en Lanzarote durante la próxima semana. —Esbozó una sonrisa forzada—. Síganme, las acompañaré a su autobús.
Le guiñó el ojo con descaro a Gary y condujo a las chicas al exterior. Eran las dos de la madrugada y, sin embargo, una cálida brisa les dio la bienvenida en cuanto salieron al aire libre. Holly sonrió a sus amigas, que también habían notado el cambio de clima. Ahora sí que estaban de vacaciones. Al subir al autobús todo el mundo gritó con entusiasmo y Holly los maldijo en silencio, esperando que aquello no fuese el principio de unas espantosas vacaciones del tipo «seamos amigos».
—¡Eo, eo! —coreó Cindy, dirigiéndose a ellas. Estaba de pie haciéndoles señas desde el fondo del autobús—. ¡Os he guardado sitio aquí detrás! Denise suspiró, pegada a la espalda de Holly, y las tres caminaron con dificultad hasta la última fila de asientos del autobús. Holly tuvo la suerte de sentarse junto a la ventanilla, donde podría ignorar a los demás. Esperó que Cindy comprendiera que deseaba que la dejaran en paz, ya que le había dado una pista bien clara al no hacerle caso desde el principio, cuando se aproximó a ellas en el bar.
Tres cuartos de hora después llegaron a Costa Palma Palace y Holly se reanimó. Una larga avenida con altas palmeras alineadas en el centro se internaba en el recinto. Frente a la entrada principal había una gran fuente iluminada con focos azules y, para su enojo, los pasajeros del autobús volvieron a vitorearlas cuando ellas se apearon las últimas. Las chicas ocuparon un apartamento de dimensiones razonables compuesto por un dormitorio con dos camas, una cocina pequeña, una zona de estar con un sofá cama, un cuarto de baño, por supuesto, y una terraza. Holly salió a la terraza y miró hacia el mar. Aunque estaba demasiado oscuro para ver nada, oyó el susurro del agua lamiendo suavemente la arena. Cerró los ojos y escuchó.
—Un cigarrillo, un cigarrillo, tengo que fumarme un cigarrillo. —Denise se reunió con ella y abrió un paquete de cigarrillos, encendió uno y dio una honda calada—. ¡Ah, esto está mucho mejor! Ya no tengo ganas de matar a nadie. Holly sonrió; le apetecía mucho pasar tanto tiempo seguido con sus amigas.
—Hol, ¿te importa que duerma en el sofá cama? Así podré fumar…
—¡Sólo si dejas la puerta abierta, Denise! —soltó Sharon desde el interior—. No quiero levantarme cada mañana apestando a tabaco.
—Gracias —dijo Denise, encantada.
A las nueve de la mañana Holly se despertó al oír los movimientos de Sharon. Ésta le susurró que bajaba a la piscina para reservar unas tumbonas. Un cuarto de hora después, Sharon regresó al apartamento.
—Los alemanes han ocupado todas las tumbonas erijo contrariada—. Estaré en la playa si me buscáis.
Holly murmuró una respuesta con voz soñolienta y volvió a dormirse. A las diez Denise saltó de la cama y ambas decidieron reunirse en la playa con Sharon.