Pasaron el lunes y martes sin más novedad que nuevas desapariciones de animales de felpa y cuatro libros fuera de sitio –que fueron encontrados sobre la mesa del salón-. Esto era un poco extraño, igual que la coincidencia sobre qué tipo de libros eran cambiados de lugar. Siempre eran infantiles.
En casa, Graciela trataba de dormir. Debían ser cerca de las 03:00. Estuvo segura tan pronto escuchó llegar a su hermano -que jamás aparecía más temprano-. Volteó con dirección a la ventana, allí donde aún restaba un buen rastro de oscuridad. Cuando minutos después volvió a mirar hacia el techo, pudo notar una flor de loto sobre el lado vacío de la cama. Tomó la flor y se levantó.
- ¿Ariel? – miró de un extremo a otro de la habitación -. ¿Dónde estás?
Se dirigió a la ventana para abrirla, y un aire helado fue entrando de a poco haciéndola temblar. Se entretuvo un tanto con lo inmóvil y silencioso de las calles vecinas, por las que a esa hora no se paseaba ni un alma en pena. Dentro, el radio-reloj marcaba las 03:18, y sólo la luz roja de los números resaltaba en el inmenso fondo negro del derredor.
Tras escapar del vacío exterior, Graciela se había quedado parada en medio de la nada, con los ojos cerrados y el resto de sentidos orientados hacia la apreciación de la flor que tenía entre las manos.
A sus espaldas, una figura blanca fue apareciendo lentamente. Una vez el ambiente se hubo vuelto cálido y el viento dejó de soplar, ella sonrió y fue abriendo los ojos.
- Has tardado demasiado – reclamó en voz baja -. No he logrado dormir desde que te fuiste.
- Lo lamento – le respondió la otra voz, en el mismo tono dulce -. ¿La flor te ha gustado?
- Cada nueva es más bella que la anterior. ¿Me dirás de dónde las obtienes?
- Aceptaría un “secreto por secreto”.
Graciela se sentó en la cama. Vestía un camisón blanco de botones que dejaba ver gran parte de sus piernas y algo del escote; su corto cabello negro estaba suelto como de costumbre, pero ahora lucía un poco desordenado. Y faltaban sus ojos color esmeralda, que en lo oscuro de la noche relucían casi tanto como los números del reloj digital sobre su mesita, aunque de más encantadora manera. Ese detalle la hacía parecer inmutable, como si el tiempo no pudiera atreverse a deteriorar su belleza. El ser frente a ella no hubiera pronunciado más palabra si su propia voz no lo regresaba antes a la realidad.
- ¿Qué quieres saber?
Ariel espero un rato más, fijando sus ojos azules en los de ella. Esta vez fue Graciela quien pudo dar un vistazo a lo angelical que se veía su compañero, siempre vestido de blanco y siempre con el cabello revuelto.
- ¿Cómo lo haces? – dijo él al fin -. ¿Cómo haces para encerrar al cielo dentro de tus ojos?
- El mismo método que utilizaste tú – contestó ella -, cuando atrapaste en tu sonrisa cada forma que una nube puede llegar a tomar.
Graciela no soportó más y rompió en una sonora carcajada.
- ¿Qué es tan gracioso?
- Tú cabello, parece un trigal a medio segar. Está todo despeinado.
El joven trató de acomodárselo, pero por la sonrisa burlona de Graciela no parecía haber mejorado mucho.
- Ya no importa – suspiró ella -. Si pudiera tocarte me encargaría de ese cabello rubio. Pero, ahora sólo quiero dormir.
- Creí que querías saber el origen de las flores.
- Quiero, pero no me lo dirás. Y hoy, ante todo, estoy muy cansada para insistir.
Ella se recostó y Ariel la cubrió con la manta. El suave tacto de la tela y esa indescriptible sensación de tranquilidad lograron que por fin se relajara y su mente fuese alejándose de todas las preocupaciones. Se quedó dormida en cuestión de minutos, creyendo –como otras tantas veces– que su alma estaría al cuidado de un angel guardián.
El miércoles cuando Hilda llegó al local, todos los libros de cuentos estaban colocados en altas filas sobre la mesa del salón. Había sólo tres en el mueble: El flautista de Hamelín, La sirenita, y Lamentos desde el más allá. Los acomodó uno por uno en su lugar, sin prestar mayor atención.
El jueves ocurrió lo mismo, pero esta vez fue Catherine quien llegó primero. Ella reordenó todos los libros menos aquellos tres. En realidad, a los chicos se les ocurrió dejarlos allí el resto del día, y ver qué sucedía por la noche.
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Editado: 04.08.2019