Príncipe Oscuro

Prólogo

–Aaaaaaah, aaaaaaah...

–¡Silencio! ¡No os comportéis como un niño llorón y asumid las consecuencias de vuestros actos! –le gritaba el guardia al pobre prisionero encadenado a la pared, al cual le estaba infringiendo su castigo.

–Por favor... por favor... –gimoteó el reo desesperado, pero un nuevo alarido de dolor cruzó la prisión de punta a punta cuando el guarda, haciendo oídos sordos a sus súplicas, le volvió a colocar el hierro candente sobre la piel ya enrojecida y sangrante.

El olor a carne chamuscada inundó sus fosas nasales como si del mejor perfume se tratase. Amaba torturar, no por nada todos lo conocían como "Wilmer el Sangriento" o "El Destripador", ambos sobrenombres le sentaban de maravilla. Lo único malo radicaba en que el daño no era permanente, debido a su naturaleza, después de unas pocas horas las heridas del prisionero ya estarían cicatrizadas. Pero eso no quitaba que se pudiera divertir un poco con él. Que sanara rápidamente no quería decir que no sintiera dolor, y él era experto en conseguir que sus víctimas deseasen estar muertas antes que pasar un minuto en sus manos.

–¡No pidáis clemencia! ¡Un traidor como vos no la merece! –le gritaba Wilmer al desdichado mientras le escupía en el rostro sudoroso.

–Por favor... por favor... yo no he hecho nada... soy inocente... lo juro por Dios... por favor...

–¿Por Dios decís? –se burló el carcelero–. No me hagáis reír. ¡Juráis por Dios en el infierno!

–Por favor... debéis creerme... yo no he sido... –el prisionero negaba con la cabeza frenéticamente.

Ignorando los llantos del detenido, Wilmer se volteó hacia su mesa de operaciones y tomó un pequeño par de alicates semioxidados. Estaba a punto de utilizarlos cuando escuchó el singular chirrido de la puerta metálica.

Varios pasos, que avanzaron seguros por sobre los desperdicios de sangre y huesos roídos, retumbaron por todo el espacio cerrado e inerme de la prisión. A pesar de la oscuridad casi absoluta, el torturador no tuvo dudas de quién se trataba.

–¿Cómo va el interrogatorio? –inquirió el nuevo individuo con voz dura y, al mismo tiempo, calmada.

Wilmer se volteó, con una media sonrisa, e hizo una reverencia exagerada.

–No muy bien, Majestad –el carcelero chasqueó la lengua con molestia y miró al prisionero de malos modos–. No ha querido confesar aún.

–¿No será que quizás son vuestros métodos los que han quedado obsoletos?

El rey paseó una mirada despectiva desde el traidor, que permanecía encadenado de pies y manos, hasta su sirviente, colmado de inmundicias e irradiando un hedor insoportable, y se frotó las manos sin querer tocar nada a su alrededor. Un sudor frío bajó por la frente de Wilmer.

A pesar de todo el tiempo que había invertido en torturar al prisionero, aún no había conseguido nada, y lo peor era que el monarca ya comenzaba a impacientarse. Wilmer había utilizado toda la gama de sus métodos de tortura favoritos, había logrado convertir al reo en una sombra, un guiñapo. Y, aun así, este se negaba a hablar. ¿Sería inocente? No lo dudaba, pero qué más daba. Su objetivo era arrancarle una confesión, fuera como fuera.

–Majestad, solo os pido que me deis algo más de tiempo. Estoy seguro de que voy a conseguir que hable –pidió el torturador en apenas un susurro. Sabía que, por su bien, más valía que obtuviera resultados pronto.

–¿Dónde está? –el rey se dirigió directamente al reo, ignorando el pedido de su subalterno.

–Majestad... os juro, os juro que no lo sé.

–¿Pretendéis que me crea que él atravesó por una de las puertas más seguras del reino sin que vos os dierais cuenta? Repetidme, por favor, ¿para qué necesito guardas allí, entonces? –el rey encarnó una ceja con ensayada incredulidad.

–Esa es la verdad... Majestad... no sé cómo... pero de algún modo… de algún modo lo consiguió... Por favor... tenéis que creerme.

–¿Sabéis cuál es el castigo por lo que habéis hecho? –continuó el soberano con voz pausada y algo de fingida pena.

–Por favor... NOOO ¡Os lo ruego! ¡Haré lo que sea!

–¿Lo que sea decís? –el monarca lo miró fijamente–. Solo os he pedido que me digáis dónde está mi hijo y por qué lo habéis ayudado a escapar.

El joven bajó la cabeza, incapaz de sostener la mirada severa del rey. Como un maniático, solo atinaba a repetir lo mismo, una y otra vez:

–Soy inocente... soy inocente...

El rey negó con la cabeza, claramente irritado. Quizás por fin se diera cuenta de lo inútil de todo esto: el prisionero ya no iba a decirles nada. En ese instante, su sentencia quedó sellada.

–Vos lo habéis querido...

El monarca estaba a punto de dictar su veredicto cuando la pesada puerta volvió a chirriar. Una figura jadeante ponía todo su empeño en abrirla.

–Majestad –dijo el hombre haciendo un gran esfuerzo por respirar–. Le he encontrado... sé dónde está el príncipe.

–¡Magnífico! –lo alabó el soberano y luego le dirigió al prisionero una mirada crítica–. ¿Veis? Aún hay súbditos que me son leales –y, centrándose en el recién llegado, agregó–: Creo que ya hemos encontrado al próximo Guardián de Sym.




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