El amanecer fue frío, pero diferente. Por primera vez en mucho tiempo —aunque ella no pudiera explicarlo— Laura despertó sin sentir el peso de una cadena invisible en su pecho. Abrió los ojos lentamente y vio un techo de madera gastada, con pequeñas rendijas que dejaban entrar haces de luz dorada. El olor a leña y tierra húmeda impregnaba el aire.
A su lado, acurrucado como un cachorro, dormía Elías. Su respiración era pausada, sus pestañas temblaban, y sus pequeños dedos seguían enredados en los de ella, como si temiera soltarla incluso en sueños.
Laura sabía dos cosas con certeza:
1. Ese niño era su hijo.
2. Ambos tenían nombres: Laura y Elías.
Todo lo demás era un vacío. Ni la mansión, ni los hombres que una vez habían llenado su vida, ni las sombras que habían marcado sus días. Nada. Solo ellos dos, y un mundo desconocido frente a sus ojos.
Una vida improvisada
El anciano pescador que los había rescatado les explicó que el río era traicionero y que habían tenido suerte de salir vivos. Nunca preguntó demasiado, y Laura se lo agradeció.
Con unas monedas viejas que encontró en los bolsillos de su abrigo empapado, compró pan y leche en el pueblo cercano. No tenían pasado, pero podían empezar de cero. Alquiló una habitación en una posada humilde, y con la ayuda del dueño, consiguió un trabajo sencillo: limpiar mesas y acomodar manteles en la taberna que funcionaba junto a la posada.
Elías, mientras tanto, pasaba los días explorando el pequeño huerto detrás del lugar, recogiendo flores silvestres y correteando entre los árboles. Cada tarde regresaba con las manos llenas de colores y las entregaba a su madre con una sonrisa que le devolvía el aliento.
—Mamá, mira lo que encontré —decía siempre.
Laura lo abrazaba, y aunque el vacío de su memoria la atormentaba, esa palabra, mamá, era suficiente para mantenerla en pie.
La calma aparente
Las semanas pasaron con rapidez. Madre e hijo se acostumbraron a su nueva rutina. Laura despertaba temprano, peinaba a Elías, le daba un trozo de pan con miel y lo dejaba jugar mientras ella trabajaba. A veces se sorprendía riendo con él, como si todo fuera normal. En esos momentos, creía que la vida era sencilla: un trabajo humilde, un techo, un hijo que la adoraba.
Pero por las noches, cuando Elías dormía, el silencio la envolvía. Había un eco en su mente, como una voz que quería recordarle algo que ella no lograba escuchar. Y entonces, lo miraba dormir y se repetía:
No necesito nada más. Solo a él.
La otra cara del mundo
Mientras tanto, en la mansión, el vacío que habían dejado Laura y Elías era un cuchillo que se clavaba más cada día.
Adrián despertaba con el corazón ardiendo, convencido de que Laura le había sido arrebatada. Caminaba como una fiera enjaulada, golpeando paredes, exigiendo respuestas.
Julián, en cambio, recorría los pasillos con el rostro desencajado, llamando en vano el nombre de Laura, convencido de que ella aún estaba allí, escondida, esperando ser encontrada. Fue en ese estado de desesperación donde Leo y Elian encontraron terreno fértil.
Elian y Adrián
Elian se acercó a Adrián en una de esas noches en que el hombre bebía hasta perder el juicio. El niño oscuro se sentó frente a él, con la calma de quien no necesitaba pedir permiso.
—Sabes que ella se fue porque no confías en nadie. Ni siquiera en ti mismo.
Adrián apretó el vaso hasta que se quebró en su mano, la sangre escurriendo entre sus dedos.
—¡Cállate! —gruñó.
Elian sonrió, mostrando una serenidad perturbadora.
—No me calles a mí, Adrián. Escúchame. Ella se fue porque Julián siempre estuvo en medio. Y ahora que no está… es el momento de destruirlo.
Adrián lo miró con los ojos nublados por el alcohol y la rabia. En el fondo, sabía que el niño decía lo que él mismo había pensado en sus noches más oscuras.
Leo y Julián
Por otro lado, Leo jugaba con hilos invisibles sobre Julián. Lo encontraba en la biblioteca, agotado de leer libros que no respondían nada. Se le acercaba con voz dulce, con la misma ternura que su hermano Elías, pero con intenciones distintas.
—Ella confió en ti más que en nadie —le susurraba—¿Por qué la dejaste ir?
Julián apretaba los dientes, sintiendo un dolor insoportable.
—Yo nunca la dejé ir…
Leo sonrió, apoyando su pequeña mano en la de él.
—Entonces recupérala. Pero no intentes salvarla de Adrián. Sálvala de ti mismo.
Cada palabra era una espina en su mente. Julián empezó a cuestionarse todo, hasta su propia bondad. Y en ese terreno, Leo crecía, alimentándose de sus dudas.
Laura y Elías: un nuevo hogar
De vuelta en el pueblo, Laura y Elías encontraron algo parecido a la paz. Habían alquilado una casita pequeña en las afueras, con paredes de piedra y un techo bajo que olía a madera.
Elías ayudaba en el huerto y pintaba dibujos en hojas viejas. Siempre dibujaba flores, soles y estrellas, como si en su mente hubiera quedado un rastro de lo que él era: un niño de luz. Una tarde, mientras pintaba, levantó la mirada hacia su madre.
—Mamá, ¿crees que siempre estaremos juntos?
Laura lo abrazó con lágrimas en los ojos.
—Sí, mi amor. Siempre.
No sabía por qué esas palabras la hacían llorar, pero eran una promesa que estaba dispuesta a defender con su vida.
El eco del pasado
Sin embargo, el pasado nunca se borra. Una tarde, mientras Laura caminaba por el mercado, un vendedor la miró fijamente.
—¿No eres tú…? —balbuceó—.
Ella lo observó sin comprender.
—¿Yo qué?
El hombre negó con la cabeza, confundido, pero en sus ojos había algo inquietante: la reconocía, aunque ella no lo sabía.
De regreso a casa, Laura sintió un peso en el pecho. Y esa noche soñó con sombras, con manos que la sujetaban, con una mansión envuelta en fuego. Se despertó gritando, y Elías corrió a abrazarla.