Ella es desagradable.
La señorita Raisa es una persona realmente desagradable. Si tuviera que compararla con alguien, sería con Frida. Sus largas pestañas me observan a través de los lentes, los cuales no usa por necesidad, sino para dar la impresión de estar más elegante. Su traje, que podría considerarse formal, parece más una mezcla entre lo sofisticado y lo casual, como si se hubiera esforzado demasiado en parecer desinteresada en su apariencia, pero en realidad estuviera buscando llamar la atención. Su cabello está recogido en un moño tan perfectamente estructurado que cualquiera envidiaría la capacidad de mantenerlo intacto durante horas.
Lo que más me molesta es su actitud. No ha dejado de intentar sacarme de mis casillas, descalificando el arduo trabajo que he invertido en diseñar la nueva línea. Cada palabra que pronuncia parece estar dirigida a hacerme sentir menos, a cuestionar todo lo que he creado, pero lo más frustrante es que sus argumentos carecen de solidez. A pesar de eso, Eva escucha atentamente todo lo que dice. Me siento impotente. ¿Cómo puedo defender mi trabajo si nadie parece dispuesto a escucharme?
— Creo que solo debemos retocarla. Es cierto que no están completas, pero tampoco están mal —comento, esperando que el tono de mi voz logre que se detenga un momento en su parloteo y beba un poco de agua.
— ¿Me estás diciendo que no sé lo que digo? —pregunta, claramente molesta, casi retándome con su mirada.
— Señorita, —ahora me siento nervioso, mis manos comienzan a sudar— solo quise dar un poco de mi opinión, ya que usted ha dado bastante de la suya.
Los latidos de mi corazón parecen retumbar en mis oídos mientras las palabras salen de mi boca. Siento cómo mi rostro se enrojecía ante su mirada, como si estuviera esperando que me retractara.
— ¿Cómo cree usted saber de moda cuando lleva esa ropa tan horrenda? —su voz se eleva, y mi autoestima se desploma aún más. Sus palabras son como dagas en mi pecho, y respiro profundo, tratando de mantener la calma.
— Raisa, —interrumpe Eva, por fin elevando su tono— tu manera de vestir no es tu problema. Aquí estamos por asuntos de trabajo, y creo que los diseños de Allen son muy buenos y merecen estar en la línea.
Eva habla por segunda vez en la reunión, pero su intervención no hace que la atmósfera se suavice. La sala queda en un silencio pesado, y Raisa me observa como si fuera el causante de todos sus problemas.
— No me parecen. Están un tanto anticuados, les falta sensualidad —dice ella, observando una vez más la pantalla que proyecta mi trabajo. Sus palabras me cortan como si fueran cuchillos afilados—. Si lo modificas, estarán de acuerdo. De lo contrario, me opongo.
No sé qué responder. Mi mente está en blanco, y mi garganta se cierra como si la presión fuera demasiada para soportar. Asiento, solo porque no tengo otra opción. Eva no se ve muy contenta con la situación, y la tensión es palpable en el aire.
— Creo que la reunión acaba aquí —respiro hondo, recogiendo mis cosas mientras el dolor en mi pecho no desaparece.
— Puedes ir a casa, Allen —me dice Eva, y le sonrío un poco, aunque mis labios se sienten tensos. Sé que Benjamín está en Las Vegas, por lo que puedo ir a casa y relajarme. Mañana es mi día libre, y pienso ir a ver a mi madre. Hace tanto que no la veo, y la verdad no sé cómo está.
Un suspiro de alivio me recorre el cuerpo al pensar en escapar de esta presión. Solo espero que Benjamín no me haya mentido. Necesito escapar, aunque sea por un día, y sentirme un poco libre. Quiero un abrazo de mi madre, ver a mi hermano, sentirme protegida como cuando era una niña. Quiero mi vida de vuelta, aquella que ese maldito me arrebató.
Mi cabeza me duele un poco por todo lo sucedido en el día, por las emociones que no he podido procesar, por las palabras de Raisa que todavía resuenan en mi mente. Me levanto de la silla, observando cómo la señorita Raisa sale del salón de juntas, caminando con su habitual arrogancia.
— Muchas gracias —camino hacia la salida, tratando de mantener la compostura. Pero en el instante en que salgo, casi me caigo al tropezar con el pie de Raisa.
— Solo te advierto —dice, mirando fijamente mis ojos con una amenaza velada—. No te interpongas en mi camino o te saldrá caro.
Arregla su ropa con desprecio y se aleja, contorneando sus caderas de una manera tan sensual que siento un poco de envidia. Ella no está dañada. Ella no tiene miedo. Ella parece imbatible, perfecta en su impunidad.
Mientras tanto, yo me siento pequeña. No soy capaz de sentirme segura de mí misma ni siquiera cuando intento encontrar consuelo en mi propia soledad.
Camino hacia el ascensor, pero en el camino, Frida sale y me choca el hombro de manera voluntaria, sonriendo como una tonta, como si todo esto fuera un juego. Su sonrisa me confunde, no sé si lo hace por maldad o por pura diversión. Ignoro lo que siento y bajo las escaleras. No quiero ir a casa, porque eso significaría sucumbir en recuerdos y pesadillas que preferiría olvidar.
Caminar sin rumbo es lo único que me permite desconectarme de mi vida. Ver cómo el mundo continúa sin mí, cómo la gente sigue con sus vidas, es una de las pocas cosas que me mantienen de pie. Me inspira la fuerza de esas personas que no se detienen, que viven sin temor. Me recuerda que debería ser más fuerte, que debería tener coraje.
Pero no lo tengo.
Nunca me he enfrentado a mis miedos, y el temor más grande que tengo es a mí misma. Soy una cobarde. Nunca me he atrevido a enfrentar lo que soy ni lo que me ha pasado. Soy débil. Y el simple hecho de pensar en la posibilidad de luchar me asusta más de lo que podría describir. ¿Qué sucedería si lo intentara? ¿Qué pasaría si lo hiciera y fracasara?
Mi mundo es un caos. Ya no reconozco a la persona que veo en el espejo. Me siento ajena a ella, y aún así no tengo la fuerza para enfrentarlo. Miro al cielo, que ahora está cubriéndose de nubes grises, como si todo a mi alrededor reflejara lo que siento dentro.
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Editado: 09.12.2024