Desperté en un hospital, solo y confundido. Observé mi cuerpo, todo estaba bien. Me puse en pie sin dificultad, necesitaba encontrar a Aitana y a mi bebé, necesitaba saber que estaban bien. Cuando abrí la puerta de la habitación, nada era lo que se suponía debía ser.
¿Cómo se los explico?
Me vi a mí mismo desde afuera de mi propio cuerpo, en la última casa donde había vivido con mi madre Isabella.
Hernán, mi padre, había vuelto borracho una vez más. Les advierto que no vamos a culpar al alcohol de su agresividad, principalmente porque los días que estaba sobrio también la golpeaba.
Mi mamá no tenía permitido trabajar.
Mi mamá no tenía permitido salir de casa.
Mi mamá no tenía permitido sonreír, o eso creía yo, porque rara vez lo hacía.
Hernán decía que lo hacía por su bien, porque era demasiado hermosa y cualquiera podría hacerle daño, pero no usaba esas palabras bonitas con ella, le decía groserías y palabras que Mamá me prohibía repetir, pero que a mí se me quedaron grabadas en la mente.
Una tarde en la que me enfermé, mami me cuidó con mucho mimo y eso a Hernán lo molestaba más que nada, odiaba la atención que me brindaba a mí. Cuando fui consciente intenté alejarla, pero Mamá me amaba y esa tarde yo necesitaba sus caricias.
Como les decía, Hernán llegó borracho, Mamá dormía conmigo en mi cama porque me controlaba la fiebre a cada rato, él la tomó del brazo aún dormida y la tiró al piso para alejarla. Levantó su puño de acero, decidido a descargarlo en mí y fue la primera vez en que la ví enfrentarlo. Ella no iba a permitir que él me pegase, lo empujó con toda su fuerza hasta que se estrelló contra la pared, golpeándose la cabeza.
Mamá intentó arroparme nuevamente pero él volvió a tomarla del brazo lleno de sus violentas marcas y la acorraló contra la pared. Los ojos líquidos de Mamá le suplicaban piedad mientras sus manos le volvían a marcar el cuello, sólo que esta vez no la soltaba. Su ira se había desatado completamente y la descargaba sobre el menudo cuerpo de la mujer que yo más amaba en el mundo. Me puse de pie, buscando algo para detenerlo, tomé la lámpara que alumbraba mi habitación, me subí sobre la pequeña mesa y lo golpeé con toda mi fuerza, logré que la soltara. Giró buscándome, me escabullí rápidamente entre sus piernas y corrí en un intento por llegar a la puerta y pedir ayuda.
Ayuda que Mamá no había sabido pedir, pero yo estaba dispuesto, la salvaría.
El grito de ella detuvo mis pasos, volví aterrado porque en mi intento de escapar la había dejado sola.
—Me alegro de que estés acá para verlo, pedazo de mi*rda —escupió Hernán antes de disparar sobre el vientre de mi madre.
Vientre que días después me enteré que alojaba a mi hermano. Durante años envidié a ese no nato que había tenido la suerte de vivir dentro de ella, pero que más suerte había tenido al volar de su mano al paraíso, mientras yo me quedaba sin los amorosos ojos de mamá, sin su voz, sin su compañía.
Recordé a Aitana, recordé su sonrisa y la picardía que brillaba en sus ojos cuando me dijo que tendríamos un hijo.
—No sos Hernán, jamás podrías ser como él.
La voz de Isabella me sacó de mis pensamientos, estaba a mi lado y también observaba aquella imagen que se proyectaba frente a los dos y que nos había separado para siempre: ella desangrándose sobre el suelo, yo llorando a su lado empapado de su sangre. Él ya no estaba, había huído.
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Editado: 21.02.2024