Querido jefe Narciso

Capítulo cincuenta

Cuarente-Narciso día 18

Moví el lápiz sobre el papel hábilmente, dejando tras de sí un trazo poco marcado y sin sombrear, que terminaba, por fin, el boceto del vestido de novia más bonito que había imaginado jamás, aún siendo lo único que había diseñado durante el último año de mi vida.

Observé con admiración lo que yo misma había dibujado, sintiendo la intensa mirada de alguien sobre mí.

—¿Vas a casarte? —preguntó Philippa, mirando por encima de mi hombro.

Me giré hacia ella y negué con la cabeza. Era extraño cómo yo lo sabía todo sobre su vida privada y lo poco que ella me conocía a mí. La Modern Couture, la revista de moda que dirigía Graham Gallagher, mi antiguo amor platónico y ahora prometido de mi nueva hermanastra, se había dedicado durante los últimos seis años a realizar cada verano un reportaje sobre cada uno de los Selectos. El primero fue Jean-Jacques Humbert, el más veterano de todos, que dedicó su íntima entrevista a presentar a su numerosa familia en su sofisticada casa de campo. Le siguió Émile Lautrec, quien había fallecido hacía poco más de un año, cuyo puesto había ocupado Jonhyuck, a quien debería de tocarle aquella vez. Los hermanos Renoir fueron los siguientes, uno después del otro, para terminar con Philippa y Michele LeBlanc, el Selecto más joven de Laboureche en el momento de su elección.

Yo me sabía todas y cada una de las vidas de mis compañeros y seguía siendo escalofriante la forma en la que ninguno de ellos lo supiera.

—¡Si ese vestido es para mí! —gritó Jean-Paul, junto a su hermano, quien le miraba de reojo con desaprobación.

—No lo creo, Jeannie. Que yo recuerde, no tienes ni tetas, ni prometido.

Levanté la mirada, tan solo para comprobar que Gérard acababa de apoyarse en su hermano con una sonrisa.

—Al menos tengo dignidad, no como tú, que un día te acuestas con una vieja de setenta años como con un chico de dieciocho —escupió el otro, empujando al Selecto.

Abrí mucho los ojos, sorprendida por lo que acababa de ocurrir, mientras Michele se colocaba entre ellos para evitar que se pegaran allí mismo.

—¡Todos a casa! —gritó Claudine, a la única a la que parecían hacerle caso.

Vi cómo los Renoir recogían sus cosas para marcharse, uno detrás del otro, aunque sin mirarse siquiera.

—Siempre se ponen igual con el estrés de la Semana de la Moda. Es más fácil pelearse entre ellos que llorar delante de los demás —rio Philippa, aunque no parecía demasiado divertida.

Jean-Jacques le ofreció un brazo a la Selecta, quien lo tomó para abandonar el taller después de los hermanos y justo antes de Michele, quien precedió a Jon, dejándome a solas con Claudine.

Mi jefa, quien se había entretenido arreglando el patrón que había sobre una de las mesas, levantó la mirada, encontrándose con la mía, algo que, por supuesto, le sorprendió.

—Hay alguien esperándote en el vestíbulo, querida. Yo no alargaría la demora de ser tú —me informó, tras volver a sus quehaceres.

Asentí y, sin despedirme, cogí mi bolso para salir de mi lugar de trabajo, en dirección al ascensor.

No estaba segura de volver a enfrentarme a Narcisse después de lo que había ocurrido aquella misma mañana, porque, de alguna forma, seguía sin comprender por qué había cedido a que me utilizaran para ganarse a la prensa a costa de hacer creer a todo el mundo que estaba saliendo con mi jefe, cuando el único momento en el que no me había tratado como si fuera completa basura, había sido el día anterior, vendando a herida de mi dedo.

Las puertas del ascensor de cerraron detrás de mí en cuanto entré entré en él y solo se volvieron a abrir cuando hubo subido una planta, con el único sonido de mi corazón de fondo por unos cuantos segundos.

El vestíbulo, como siempre, estaba abarrotado de gente trajeada que iba y venía, susurrando o gritando palabras incomprensibles aumentando el barullo del edificio, el cual, a esas horas, despedía a todos sus empleados hasta el día siguiente.

El estridente sonido de los diversos teléfonos que había en recepción me recordaban que estábamos a punto de entrar en la locura que iba a suponer la Semana de la Moda, con revistas lichandobpor cubrir nuestro desfile, modelos queriendo lucir nuestros diseños e infinidad de famosos dispuestos a ofrecer lo que fuera para un asiento en primera fila. Y el único que podía conceder todos aquellos deseos, por supuesto, era el hombre que se había quedado con las llaves de mi apartamento.

Esquivé a todo aquel que se interpuso en mi camino, buscando con la mirada a Narcisse, lista para recoger lo que me pertenecía y poder salir de aquel infierno.

Sin embargo, al único que logré visualizar un par de metros más allá, con el pelo engominado y una fina camisa de lino, era la última persona que esperaba ver en aquel lugar a aquellas horas de la noche.

Me detuve durante unos segundos, provocando que algunos de los que cruzaban el vestíbulo me embistieran como si fuera un obstáculo más en su camino, antes de reaccionar.

Realmente había creído que quien me estaba esperando en el vestíbulo, por cómo lo había dicho Claudine, era Narcisse Laboureche y no Louis Sébastien Dumont.

Con las manos metidas en los bolsillos de sus pantalones azules, giró la cabeza para visualizarse allí parada, obstruyendo el paso, sin entender por qué había ido hasta allí y por qué Claudine creía que me estaba esperando a mí.

Sonrió cuando nuestras miradas se cruzaron, aunque yo estaba algo descolocada y no pude responder con la misma rapidez.

—Hola, Aggie —susurró, aunque tuve que leer sus labios para saber lo que decía, ya que no podría haberlo oído desde tan lejos y con tanta gente interponiéndose en nuestro camino.

Decidí avanzar hacia él cuando se pasó una mano por el pelo, intentando deshacer los marcados mechones que la gomina había provocado.

—Mi hermano me envía a hablar contigo y ya sabes, los deseos del jefe son órdenes —rio.




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