Los chicos Ortega jamás fueron muy conocidos por ser cautelosos, tranquilos y nada escandalosos. Con su característica cabellera negra, ojos expresivos, sonrisa amable y rostros angelicales, habían engañado a más de uno, pero bastaba con pasar unas horas en compañía de los tres chicos para darse cuenta de que eran unos torbellinos andantes, aunque no fuese su intención causar problemas, éstos los encontraban fácilmente. Y justo así fue como comenzó una de las más complicadas y divertidas travesías en las que un niño de once años haya emprendido.
—No la entiendo. Definitivamente ¡No la entiendo! —se quejaba Sebastián luego de entrar a su hogar, cerrar la puerta con mucha más fuerza de la necesaria y lanzarse al sofá como si el mueble tuviera la culpa de todos sus pesares. Como era costumbre, se había peleado con su novia, lo cual no era de extrañarse, ya que, a sus cortos trece años, el chico ya era todo un picaflor, como lo llamaba su abuelo (sus hermanos usaban otro tipo de adjetivos menos amistosos). Solía tener constantes peleas con cualquiera de sus conquistas, debido a que, la paciencia no estaba entre sus virtudes y eso de captar indirectas jamás se le dio.
Javier escuchaba los gritos y gruñidos desde su habitación, en esos momentos de verdad hubiera deseado tener un par de tapones para orejas y así poder ignorar tal escándalo, Sebastián había comenzado a lanzar objetos al azar, en un intento de sacar la frustración que tenía dentro. Mientras tanto Javi solo podía pensar que cuando Gloria, el ama de llaves, volviera de visitar a su tía, Sebas estaría en muchos problemas.
¿Dónde estaba su padre en momentos como aquel?
El señor Ortega se hallaba trabajando, como la mayoría de fines de semana desde la muerte de su esposa. Al principio todos creyeron que solo se trataba de una forma de superar su duelo, pensaron que se le pasaría en poco tiempo, que volvería a ser el de antes y los llevaría a ver el juego de baseball de la liga local los domingos, como solía hacerlo y todo estaría en su lugar. Sin embargo, había pasado casi dos años y los chicos Ortega ya estaban acostumbrados a pasar la tarde solos en su hogar con el servicio y los partidos de los domingos quedaron en el olvido.
Luego de un rato intentando ignorar todo el ruido y concentrarse en el libro que tenía entre sus manos, y fallando miserablemente, decidió acudir a Mario, su otro hermano. Suspiró y dejó el ejemplar sobre su mesa de noche, la obra de Agatha Christie debería que esperar hasta que el asunto de Sebas estuviese resuelto.
Mario era el mayor de los tres hermanos y también, por mucho, el más calmado y racional. Javier estaba seguro de que si alguien podía calmar a Sebas era él. Con aquel pensamiento en mente caminó por el largo pasillo hasta encontrarse con una puerta color caoba, estaba a punto de golpear la misma cuando un fuerte estruendo lo interrumpió.
«Si Sebas logra tirar la casa abajo, de seguro que Gloria lo pone a limpiar su desastre y luego lo mata»
Llamó a la puerta, pero no obtuvo ninguna respuesta Javi supuso que su hermano había sido más listo y se fue en cuanto tuvo la oportunidad. De pronto se escuchó otro grito.
—¡¿Por qué son tan bipolares?!
«Creí que ya habíamos superado la fase de los gritos » Pensó Javier, pero luego notó que esa voz no pertenecía a Sebas, esos gritos eran de otra persona.
Mario.
Javier se extrañó muchísimo, jamás lo había escuchado tan alterado y desde que salía con Caitlyn, a quien Javier consideraba como una hermana mayor, parecía vivir en un mundo lleno de paz y alegría, Sebas bromeaba a menudo con que si se descuidaban un poco, su hermano saldría volando. Ella y Mario habían sido mejores amigos toda la vida y de algún modo todos sabían que terminarían juntos, Incluso Javier y Gloria habían apostado sobre cuántos meses tardarían en hacerse novios. Javier apostó por cuatro meses y gloria por dos meses.
Javier tuvo que lavar los platos por una semana.
¿Podría Javier tener peor suerte? Todo lo que quería era encerrarse en su cuarto y así poder leer su libro. Pero aparentemente sus ruidosos hermanos no lo iban a dejar concentrarse, a pesar de que la casa era de un gran tamaño, eran pocos los lugares en los que podía estar realmente en silencio, El único lugar que se al que se le ocurría ir en ese momento era el ático y Dios sabe que Javier no iría ahí, y no es que siguiera creyendo esas historias que le contaba Sebastián cuando era más pequeño, sobre el fantasma que ahí habitaba, pero prefería no arriesgarse.
Entonces recordó que había otro lugar al cual podía ir.
Rápidamente se dispuso a ir a casa de Matt, su mejor amigo, la cual convenientemente se hallaba a un lado de la suya, lo cual era una verdadera fortuna, puesto que la mayor parte del área residencial era habitada por parejas mayores o sin hijos y Javier no se veía a sí mismo pasando sus tardes jugando ajedrez con el señor Myers, su otro vecino.
Javi bajó sigilosamente las escaleras en forma de caracol, mientras tarareaba en su cabeza la cancioncilla de misión imposible.