El cielo estaba oscuro y una densa bruma le impedía avanzar, Felicita se detuvo en medio del bosque, con una sensación de agitación y falta de aire. No sabía dónde estaba, no sabía qué hora o qué día era. Se miró a sí misma y se vio como si aún tuviera unos veinte años, quizás un poco menos. Casi no se reconoció en su antiguo cuerpo, no le dolía la espalda ni las articulaciones y no estaba más en aquel hogar de ancianos que venía siendo su casa desde hacía ya muchos años.
De pronto, la bruma se dispersó y pudo ver el cielo estrellado con una brillante luna llena en medio del firmamento. Felicita sonrió, tenía una extraña sensación de libertad y la certeza de que algo bueno sucedería.
La melodía de un piano hizo que su corazón aleteara con expectación, sabía quién era, pero no lograba identificar de dónde venía la música.
—¿Antonio? ¿Eres tú? ¿Dónde estás?
—Aquí… te estoy esperando —dijo él.
Felicita echó a correr hacia el sitio desde donde provenía el sonido, la emoción que la embargaba era intensa y, aunque no tenía idea de dónde se encontraba, no le importaba. La única certeza que tenía era que, si Antonio estaba allí, todo estaría bien.
Entonces lo vio, sentado, con la espalda erguida, con su traje gris favorito y sus cabellos pulcramente ordenados, acariciaba su piano con majestuosidad.
Sin dejar de tocar, levantó la vista al oírla llegar y sonrió.
—Dios mío, te he extrañado tanto —murmuró la muchacha.
Antonio levantó una mano dejando que el sonido vibrara en el ambiente y le hizo un gesto para que se sentara a su lado. Estaban en un claro, en el medio de un bosque cuyos árboles danzaban al ritmo de aquel piano y la luna dibujaba sombras extrañas sobre ellos.
—Estoy por hacer un viaje… —dijo entonces Antonio y volvió a tocar una melodía dulce. Felicita, envuelta en gozo, recostó su cabeza sobre el amor de su vida y suspiró su aroma—. ¿Te acuerdas de nuestra promesa?
—Sí, ¿cómo olvidarla? Prometimos buscarnos cuando estuviéramos libres al fin —susurró ella.
—¿Ya eres libre, Feli? —inquirió él.
—De mi padre, sí… del qué dirán, también… de mis miedos, no lo sé… ¿Tú?
Antonio negó mientras intensificaba la fuerza sobre las teclas.
—No… Creo que nunca lo fui. ¿Sabes qué es lo más triste? —inquirió, Felicita negó—. Tarde comprendí que la jaula que creí que me encerraba, siempre estuvo abierta más nunca tuve el coraje de salir de allí…
—¿Y ahora? —preguntó ella.
—Ahora estoy preso en una nueva jaula, una que está en mi mente… no puedo escapar —susurró mientras suavizaba su toque y se movía al compás de aquella melodía.
—¿Por qué lo dices? Mi jaula está abierta también… ¿Es tarde ya? —asintió ella.
—No lo sé, Feli… Estoy atascado aquí, en esta bruma, en este claro… estoy esperando por ti… Debo hacer un viaje y no sé cuánto más podré esperar… debes venir, Feli, porque tengo miedo…
—Tienes razón, voy a ir por ti… ¿Estaremos juntos por fin? —quiso saber ella.
—Esta vida es demasiado corta para un amor como el nuestro, estaremos juntos más allá —prometió él—, donde la libertad es el mejor de los dones.
—No te entiendo… —dijo la mujer compunjida.
Antonio la volvió a mirar.
—Apresúrate, te estoy esperando en la bruma.
Felicita despertó, estaba de nuevo en su cama del hogar de ancianos en el que vivía, su cuerpo volvía a tener ochenta años con sus dolores y sus achaques, pero algo se sentía diferente. Aquel sueño había sido muy vívido, y de pronto sintió una descarga de energía que hacía mucho tiempo no experimentaba, su mente y su corazón al fin se habían liberado.
La jaula estaba abierta, y era hora de salir de ella, ese sueño de amor eterno había revitalizado su alma.