Raíces De Zafiro

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SUDAR FRIO

 

La crujiente revuelta dentro de su abdomen estuvo a punto de desmentir sus aparentes intenciones. El reflujo liberado a presión desde la boca de su estómago le llegaba casi hasta sus fosas nasales ahorcando su respiración con ese aliento ácido.

La radio fue de gran ayuda. La música a un volumen algo alto junto a la programación de madrugada, que consistía en canciones de grupos desconocidos con ritmos demasiado modernos, resultaba para ambos un momento incómodo al no poder empatizar con esas armonías, y esto ayudaba a crear una barrera invisible entre ellos impidiendo la socialización.

La chica perdía el tiempo en retocar su intacto maquillaje y de vez en cuando emitir algunas palabras para dirigir el trayecto hacia el hotel "Rumanía", mientras que Randall trataba de pasarse sus tragos ácidos con la saliva.

Conforme recorrían las calles, las casas lucían cada vez más hostiles. Un barrio con todas las características de peligrosidad era visitado por un chico para nada adaptado a este tipo de ambientes tan agresivos. En plena madrugada unos drogadictos fumaban entre los pastizales de los terrenos abandonados. El asfaltado lleno de jeringas, torniquetes, focos, cucharas e incluso hasta de condones entorpecían el trayecto del auto.

Unos chicos se acercaron y a unos pocos metros de distancia saludaron a la chica con extrema confianza.

—Sigue avanzando, fueron mis primeros clientes, desgraciadamente prefirieron gastar su dinero en esos vicios que en mi— lo dice de una manera despectiva.

Pasaron con éxito esa trinchera llena de suciedad para luego cruzar un río a través de un puente, llegando a la una de las tantas caras de la moneda no muy favorables que tenía la ciudad.

Lo más resaltante para Randall de este nuevo barrio, era un edificio amarillo que desplomaba el ego de las diminutas casas de cartón a su alrededor, abrazando la calle como si fuera propia; con unas grises grietas dibujadas en las gruesas paredes simulando el trayecto de unas venas como las que recorrían el delgado brazo de Randall.

Desde fuera dos guaruras protegían celosamente una de las posibles entradas al infierno. Varios coches aparcados en fila alrededor de toda la calle, mostraban la demanda de complacer una de las necesidades más adictivas de la humanidad y renegando así de la nula libertad que les proveía la "Santa hipocresía".

Aparcó demasiado cerca de la vista de esos guardias. Casualmente los clientes tendían a estacionar sus autos lo más lejano posible de la entrada, así que a Randall no le quedaba de otra que ese lugar tan expuesto.

—Vamos o te atenderé en un baño. Hoy es quincena, está a reventar. —Tan pronto se detuvo el auto, la chica ya tenía media pierna pisando el asfalto.

— ¿No se puede aquí?— respondió con una voz frágil pero suficiente para dar a entender que no pensaba despegar sus manos del volante.

—Es ilegal, nos pudieran encarcelar, para una mujer que trabaja en esto, es demasiado peligroso; los policías se aprovechan para tener todo esto gratis. —Dijo mientras recorría todo su cuerpo con sus manos moviéndose como gusano en celo, mientras cerraba y abría los ojos delicadamente para lucir la mirada decorada con sombras metálicas refractivas puestas en sus párpados.

Ella sabía que lo que acababa de decir, era mentira. Su proxeneta tenía a los policías comprados en varias zonas de la ciudad, sin embargo era el perfecto pretexto para hacer que los clientes pagaran el hotel, que por cierto no era nada barato.

—Mira, lo que sucede... es que... —Demasiada exposición tendría. Su percepción de este oficio cambió desde el momento de visualizar tanto automóvil, no puede ni si quiera tocar ni con la punta del pie el asfalto de este sitio.

—Lo sé, estás un poco nervioso, se nota que es tu primera vez. — La chica saltó su cuerpo de un asiento a otro, recargó su barbilla en el escuálido hombro de Randall, y con movimientos rítmicos de sus labios rojos intentaba atajar y despertar su libido. Era muy tarde para arrepentirse, uno de sus grandes objetivos como empleada era exprimir absolutamente cada centavo, e incluso a veces tenía que robar, el dinero lo era todo—. Vamos, el tiempo se termina y solo te quedarás con las ganas.

Randall sintió como cada parte de su pequeña humanidad se iba encogiendo como una tortuga que se escondía en su caparazón.

La mano estática de la chica de pronto se posó sobre el asiento del copiloto justamente entre las piernas de él.

—Perdón por ser tan maleducada, mi nombre es Rebecca. —Lo dijo en forma de un típico susurro placentero que le solía funcionar con todos los clientes nuevos.

Subió sutilmente la mano rosando con sus uñas a la bragueta de Randall y en un movimiento siniestro la levantó para dejarla caer con la palma en la puerta, dándole como resultado un golpe sordo; y en un segundo movimiento, quitó el seguro empujando el panel viejo de plástico, despejando a un lado la barrera física que los separaban de la calle, dejando entrar una brisa gélida llena de una tóxica tristeza.

Él giró la nuca hacia el exterior. Una calle desolada a tope de autos en medio de un barrio pobre le hizo tentar el peligro acechante. Este nuevo universo era más profundo de lo que él creía.




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