El agua llevaba 15 minutos fluyendo por la regadera, pero nadie se estaba bañando.
Tampoco había nadie en casa. Estaba solo y no encontraba la forma de calmar su ansiedad. Intentó con los ejercicios que le habían recomendado que hasta ese momento habían funcionado, a los que acudía cada vez que pasaba por altos niveles de estrés, pero en aquel día fueron inútiles.
No podía respirar. La presión en el pecho era demasiado grande y lo estaba evitando. Estaba muy asustado, tanto que se llevó las manos al cuello, como si de esa manera pudiera lograr que el aire fluyera nuevamente con normalidad.
Se levantó de la cama y dio vueltas en círculos por la habitación hasta que se mareó.
Quería sentirse mejor, volver a ser la persona que solía ser antes de que todo su mundo se desplomara: una persona alegre que se reía por todo y hacía reír a todos, cuya única preocupación era tener buenas calificaciones para no presentar exámenes finales en la universidad. Aunque la mayor parte del tiempo solía ser negativo siempre terminaba viendo el lado positivo a las cosas.
Pero desde hace tiempo no lograba notar lo bueno en todo lo que ocurría en su vida. Tenía la sensación de que el mundo estaba conspirando en su contra, llevándolo cada vez más por el camino del fracaso y la desesperanza.
Avanzó hacia el baño, pensando que una ducha podría solucionar sus problemas. El agua estaba muy caliente para su gusto y le quemaba la piel, pero no se apartó. Lo soportó hasta que la piel dejó de arder. La habitación se llenaba de vapor hasta que el diminuto espejo situado en uno de los muros quedó completamente empapado.
Su reflejo lucía distorsionado y aunque la imagen se podía aclarar con tan solo pasar la mano por la superficie fría del vidrio sintió que estaba viendo su interior. Nada dentro de él, de sus pensamientos, era claro. Su cuerpo vagaba sin rumbo y su mente, lejos de controlarlo y tomar decisiones conscientes y racionales, estaba ausente.
Fue por eso por lo que abrió el mueble en donde sus padres guardaban los accesorios y productos del baño. Cuando ubicó una pequeña canasta tejida algo intentó detenerlo, pero sus manos siguieron su camino hasta dar con una de las navajas que su padre usaba para afeitarse.
El filo era terriblemente atractivo. Posó suavemente un dedo sobre el borde. La piel de su dedo índice se abrió, pero no lo suficiente para sangrar.
Tal vez un poco más de fuerza no estaría mal.
Repitió el movimiento hasta que dio un respingo. El dedo comenzó a sangrar y contempló la gota rojiza brillante deslizarse hasta que detuvo su recorrido apenas llegar a la palma.
Sujetó la navaja con más fuerza y descendió hasta la muñeca.
Era una idea estúpida, pero nada tenía sentido. Tampoco lo que estaba haciendo.
El filo entró en contacto con su piel y esperó a terminar una respiración para deslizarla en un movimiento limpio y rápido.
Pero el sonido de unos arañazos en la puerta lo detuvieron. El maullido de su gatita, Isis, fue suficiente para regresarle la consciencia. Sus ojos se fijaron en la muñeca: la navaja había comenzado a rebanarle la piel. La soltó y el arma cayó con un golpe seco al suelo.
Con ambas manos se aferró al lavabo, agachó la cabeza y lloró.
No por culpa del dolor de las heridas, si no por ser tan cobarde como para no encontrar otra salida a sus problemas.