Aldana se pasó casi toda la noche sin dormir y temblando, a pesar de la calidez del aire de julio. Cuando la luz del amanecer bañó la habitación, se puso en pie, descorrió las cortinas y contempló el horizonte. Pero nada conseguía calmarla. Volver a ver a su marido había despertado en ella emociones contenidas durante mucho tiempo: la angustia de cuando se separó unida al aborto natural. Se vistió y salió a dar un paseo. Atravesó los campos a los que daba la parte posterior de su casa y caminó hacia el mar, deteniéndose al llegar a la costa. La marea estaba baja y la playa desierta, a excepción de una persona con un perro. Su vida había dado muchas vueltas. No había salido como había esperado. Ahora, por fin, vivía en una hermosa región, en Devon, y disfrutaba de paz y tranquilidad, en contraste con el agitado pasado. Sin embargo, seguía teniendo responsabilidades, por mucho que le pesara. Había sido una especie de segunda madre para sus dos hermanos pequeños. Jake vivía en Australia y parecía irle bien. Pero Jason... Se agachó para recoger una caracola mientras pensaba en la posibilidad de que su hermano estuviera en peligro y en la solución que Alessandro había propuesto. Se metió la caracola en el bolsillo, se dio media vuelta y emprendió el camino de regreso a su casa. Allí, llamó a Jason, pero, como de costumbre, tenía apagado el móvil. Se imaginó todo tipo de percances, con el miedo apoderándose de ella. No podía negarle a su hermano la posibilidad de librarse del peligro por motivos egoístas. Aldana marcó el número que Alessandro le había dado, pero la mujer que contestó la llamada dijo que Alessandro estaba reunido. Sin embargo, cuando ella dio su nombre, la mujer le dijo que esperase, que Alessandro se pondría inmediatamente al teléfono
. –¿Aldana? Sorprendida de que Alessandro hubiera interrumpido una reunión para hablar con ella, respondió: –Sí, soy yo. –¿Has tomado una decisión?–Sí. –¿Y? –Sabes perfectamente que no quiero ir –contestó ella–. Te pido que reconsideres la condición que me has impuesto. –Ochi. No puedo. Harás lo que yo quiera. –Eres un hombre muy cruel, Aessandro. –Insúltame todo lo que quieras, pero no me vas a hacer cambiar de parecer. –¡No tienes corazón! –Y tú no me hagas perder el tiempo. Contesta sí o no, Aldana. Aldana era consciente de que no tenía alternativa. –Sí –respondió ella con desgana. –Bien. Aldana notó una nota triunfal en la voz de él. Se lo imaginaba sentado delante del escritorio mirando por la ventana de su despacho en Londres. –Tenemos que hablar de temas prácticos –dijo él. –Estoy de acuerdo –Aldana respiró hondo, era mucho más fácil hablar con él por teléfono, sin verse sometida al brillo de aquellos ojos calculadores–. Empecemos por dejar claro que no vamos a reanudar las relaciones matrimoniales en el sentido estricto de la palabra. Será una farsa, ¿de acuerdo? ¿Entendido? –Creo que será mejor discutir eso en el futuro –respondió él–. ¿Podrías estar aquí mañana? –¿Te has vuelto loco? –Aldana agarró el teléfono con fuerza–. No puedo hacer las maletas y marcharme sin más. Tengo cosas que hacer antes de irme. Aquí tengo mi vida. –¿Un hombre también? –preguntó él tras una pausa–. ¿Un amante al que no quieres dejar? Aldana estuvo a punto de echarse a reír. Nada más lejos de la verdad. Aunque le habría encantado poder contestar afirmativamente. –Estoy segura de que tus espías ya te han informado de que no es ese el caso. De todos modos, una de las ventajas de estar separados es que, si quiero, puedo salir con quien me apetezca y cuando quiera. Le oyó tomar aire como si quisiera controlar la cólera, y ella esbozó una sonrisa de satisfacción. –No continúes por ese camino –gruñó él–. Bueno, ¿qué es todo eso que tienes que hacer? –Para empezar, tengo que encargarme de mis peces. También está mi negocio de joyería; aunque trabaje sola, tengo que terminar unos encargos que me han hecho. ¿Cuándo es... el bautizo? –La semana que viene. Enviaré un coche para que vayan a recogerte el viernes. El sábado tomaremos el avión al mediodía, tienes que estar lista para entonces –dijo Alessandro y cortó la comunicación. Aldana se quedó agarrando con fuerza el teléfono, le temblaba la mano de rabia. Alessandro era sumamente autoritario y estaba acostumbrado a salirse con la suya. Ni siquiera le había dado la oportunidad de decirle que iría por sí misma a Londres. Respiró hondo. Estaba haciendo aquello por Jason, nada más. Pasó el resto de la semana terminando las piezas de joyería que le habían encargado mientras se preguntaba si no debería hacer algo para regalárselo a la hija de Kyra. Al menos, la joya que le regalara sería de diseño exclusivo. Estaba estableciendo su negocio de joyería despacio, pero empezaba a irle bien, aunque de momento su clientela eran solo los lugareños y algún que otro turista. Hacer un curso de joyería había sido una de las mejores decisiones de su vida. Le gustaba la mezcla de lo práctico y lo artístico. Pensando en la sobrina de Alessandro, fue a por la plata. Siempre se había llevado bien con la hermana menor de Alessandro y sentía mucho no haber podido seguir en contacto con ella después de la separación. De repente, le pareció importante hacer un regalo para la primogénita de Kyra. Aldana se pasó toda la noche y la mayor parte del día siguiente haciendo el colgante para la pequeña. El viernes, acababa de cerrar el taller y terminar de hacer el equipaje cuando llegó el coche de Alessandro. Aldana hizo un esfuerzo para no sentirse intimidada por la conductora de él, que salió del coche y le abrió la puerta para que entrara, pero no le resultó fácil. La delgada y esbelta Charlotte, así se llamaba la chófer, lograba que el uniforme resultara elegante. Aldana se preguntó si habría algo entre esa mujer y Alessandro, pero no lo creía. Alessandro tenía una máxima: nunca intimar con sus empleados. Era una lección que había aprendido de su padre: «no te acuestes nunca con alguien a quien quizá algún día tengas que despedir». Trató de pensar en otra cosa, preocupada por lo mucho que le molestaba la idea de imaginarse a Alessandro con otra mujer. Al fin y al cabo, él podía acostarse con quien quisiera. Estaban separados. Iban a divorciarse.Cuando llegaron delante del edificio donde Alessandro tenía las oficinas, Aldana sintió la garganta seca. Fue a agarrar la maleta, pero Charlotte debía de haberla visto por el espejo retrovisor. –No se preocupe, señora Soto, yo me encargaré de su equipaje –dijo Charlotte. Aldana no creyó necesario molestarse en explicarle que ya no utilizaba su apellido de casada. –Muchas gracias –le dedicó una amplia sonrisa a la joven–. Es usted una excelente conductora. Estaba hecha un manojo de nervios cuando cruzó el suelo de mármol del vestíbulo del edificio mientras se dirigía al ascensor de los directivos. Se alisó la falda del vestido mientras subía al ático donde Alessandro tenía el despacho. Los espejos le devolvían la imagen de su rostro y su atuendo y, súbitamente, se sintió terriblemente provinciana. Hacía mucho tiempo que no estaba en un sitio así, donde casi se podía oler el dinero. Alessandro era el clásico ejemplo del éxito en los negocios. Nacido en el seno de una familia griega, tras asumir el control del imperio Soto debido a la repentina muerte de su padre, había descubierto que la situación económica de la familia pasaba por muy mal momento. A pesar de su juventud, Alessandro no se había asustado de tener que tomar el control ni tampoco de la crisis de los mercados poco tiempo después. Se había dado cuenta rápidamente de que se le daban bien las finanzas y, además, poseía nervios de acero. Se había sabido adaptar a la nueva situación económica y había sabido aprovecharla, todo ello mientras asumía el rol de cabeza de familia con todas las responsabilidades que de ello se derivaban. Alessandro había logrado sacar a flote la empresa marítima de transporte de la familia y también montar una cadena de tiendas de lujo, a lo que había que añadir un periódico y una editorial. Y durante la crisis había comprado los derechos de autor de una obra escrita por un estudiante al que nadie conocía y Mi loco padre griego había resultado ser un éxito internacional e incluso había conseguido un Óscar. Aldana sabía que Alessandro se merecía el éxito que tenía, pero... ¿no había sido el insaciable apetito de Alessandro de alcanzar el éxito lo que, en parte, les había separado? ¿No había sido la ambición de él algo que a ella le había resultado imposible soportar? Aldana salió del ascensor y se encontró con una rubia en larecepción. ¡Otra rubia! –¿La señora Soto? –dijo la rubia sonriendo. Apretando los dientes, Aldana contestó: –Sí, soy yo. –El señor Soto la está esperando. Ha dicho que le preguntemos si quiere tomar algo de beber. Aldana sonrió. –Un té, gracias. –Ahora mismo se lo traemos. Un discreto timbre sonó en el despacho y Aldana vio a la mujer alisarse el impecable cabello rubio. Un gesto inconsciente y significativo, lo había visto innumerables veces. Se lo había visto hacer a empleadas, camareras, azafatas y a todo tipo de mujeres. Era una mezcla de adoración y disponibilidad que le decía que Alessandro conseguía que las mujeres cayeran a sus pies. –Ya puede pasar, señora Soto. –Gracias. Y Aldana, con el bolso bajo el brazo, entró en el santuario de Alessandro y cerró la puerta tras ella. El despacho era impresionante. Ciento ochenta grados de ventanales con vistas a una de las zonas más caras de la capital inglesa. Pero Aldana no se fijó en la vista, Alessandro lo dominaba todo. Estaba sentado detrás de su mesa de despacho y la miraba con ojos depredadores. Tenía el cabello revuelto y el nudo de la corbata aflojado. Irresistible. –Siéntate –dijo él. A Aldana le temblaban las piernas y agradeció sentarse. Miró a su alrededor, fijándose en varios de los trofeos que adornaban el despacho. Había un Óscar descuidadamente puesto al lado de unos libros encuadernados en piel de los grandes filósofos griegos. En una de las paredes colgaba un disco de platino, premio por la banda sonora de la película producida por él. Una escultura, premio Turner, descansaba junto a un sofá. Sí, una estancia impresionante que decía mucho de su dueño. –Bueno, aquí estoy –declaró ella con una mirada retadora. –Sí, ya lo veo. –¿Por qué aquí? Quiero decir... ¿por qué en tus oficinas? En fin, supongo que así podrás trabajar hasta el último momento. ¿O es para recordarme que eres un hombre de gran éxito en los negocios?–No creo que sea necesario que te recuerde eso –comentó Alessandro. –Por raro que te parezca, no es eso lo que más me llama la atención de ti. –Bueno, ya sabes que nunca me ha gustado perder el tiempo. ¿Por qué iba a esperarte en casa cuando podía hacer algo constructivo aquí? Aldana clavó los ojos en él. –El trabajo sigue siendo lo primero, ¿eh? –dijo ella–. Continúas siendo un hombre que nunca dice no a un poco más de dinero, a pesar de que posiblemente tengas más que el producto interior de un país pequeño. Alessandro no contestó inmediatamente. Nadie le hablaba con la insolencia de su mujer. La vio juntar las bonitas rodillas y pensó que su aspecto era mucho más respetable que el que presentaba en su casa el día que fue a verla. No, «respetable» no era la palabra que podía usar respecto a una mujer a la que se imaginaba en varios estados de desnudez cada vez que la miraba. Aldana solo con un tanga caminando hacia la cama. Aldana tumbada al sol sin la parte de arriba del bikini durante su luna de miel. Desde la primera vez que la vio quiso devorarla, olvidarse del resto del mundo, solo ella y él. Lo recordaba como si no hubiera pasado el tiempo. Aldana acababa de romper con el grupo de música del que había formado parte para empezar por su cuenta en el mundo de la música. Uno de sus primeros conciertos fue en Bel Air, Los Ángeles, en un acto para recaudar fondos para una obra benéfica. Él había asistido al concierto y, nada más verla, en minifalda, se había excitado sexualmente. Le había resultado más difícil de lo que se había imaginado conocerla. Aldana se había hecho de rogar. Se había negado a contestar sus llamadas telefónicas y él se había visto obligado a seguirla en sus conciertos. Le había enviado suficientes ramos de flores como para montar una pequeña floristería, hasta que ella le envió una nota pidiéndole que dejara de mandarle flores. Intrigado y subyugado, había accedido a ello a cambio de que ella aceptara encontrarse con él. Habían quedado a tomar una copa y, después, comenzaron a salir juntos y se enteró de que ella no se fiaba de los hombres. Le había llevado tres meses descubrir que Aldana era virgen y, para entonces, la necesidad de poseerla había sido completa y total. Y ahora... seguía deseándola. Incómodo, cambió de posición en el asiento y arqueó las cejas. –¿Ha ido todo bien durante el viaje aquí? –preguntó Alessandro. –Tan bien como cabía esperar dado que no quería venir. Por cierto, tu chófer conduce muy bien. –Sí, ¿verdad? –Alessandro sonrió–. ¿Qué has hecho con los peces que tanto te preocupaban? –Los he dejado con unos vecinos. –¿Cómo se llaman? –¿Te estás burlando de mí? –No, en absoluto –Alessandro se recostó en el respaldo del asiento–. Tu vida es un misterio para mí, Aldana. Creo que es mi deber saber lo más posible sobre la vida de mi esposa antes de llevarla a Grecia conmigo. ¿Cómo se llaman tus peces? –Bubble y Squeak. Alessandro frunció el ceño. –¿No es ese el nombre de una comida en Inglaterra? Aldana asintió. –Sí, eso es. Bubble y Squeak es una comida tradicional de los campesinos hecha a base de restos de verduras, mayormente repollo y patatas del día anterior fritos. –No entiendo qué tiene eso que ver con dos peces. –Me hace gracia llamarlos así –no iba a contarle toda la historia– . Bueno, no he venido aquí para hablar de mis problemas domésticos ni de mis peces. Yo he cumplido mi parte del acuerdo, así que espero que me devuelvas el favor. Te voy a pedir que me dejes ver a mi hermano antes de que partamos para Grecia. –Me temo que eso no va a ser posible. –¿Por qué no? –preguntó Aldana–. ¿Es que lo tienes prisionero? –Las cosas no son tan sencillas, ALdana. Jason ya está en Grecia trabajando en los viñedos. Tenía miedo de que, si te veía, optara por una salida más fácil. Podría haberte convencido de que le prestaras dinero y yo no quería correr el riesgo de que ocurriera eso. –Ya te dije que no dispongo del dinero suficiente para más préstamos –contestó ella. Alessandro la miró con curiosidad. –¿No echas de menos el dinero? –le preguntó–. Tenías mucho cuando nos conocimos Aldana notó la dureza de su mirada. Le resultó gracioso que Alessandro le preguntara eso cuando, en el pasado, le había molestado su independencia económica. Alessandro era uno de esos hombres a quienes les gustaba dominar a su mujer en todos los sentidos, incluyendo el económico. Le había dicho que prefería comprarle cosas a que se las comprara ella con su dinero. Le había dicho que el papel del hombre era proteger y mantener a una mujer. Y a ella le había resultado difícil aceptar aquello porque estaba acostumbrada a cuidar de sí misma. –La verdad es que no, no lo echo de menos –respondió Aldana–. Desde que me quedé sin dinero me siento más... yo misma. Vio una pregunta en su mirada. ¿Por qué no decírselo? Ahora daba igual. Ya no era esa angustiada mujer con miedo a que él dejara de quererla si se daba cuenta de lo insegura que era en el fondo. –Soy una persona frugal –explicó Aldana–. Se debe a cómo me crié. Ser muy pobre es duro, pero tiene sus ventajas, te hace ambicioso. Y esa ambición fue lo que me hizo presentarme a ese programa de televisión a los dieciséis años, a pesar de que nadie creía que pudiera ganar. Pero gané y conseguí un contrato para grabar un disco. Alessandro abrió la boca para contestar, pero en ese momento su secretaria llamó a la puerta y entró con una bandeja que dejó encima del escritorio. –Gracias, Kimberly –dijo Alessandro. Kimberly sonrió y Aldana la siguió con la mirada mientras se dirigía a la puerta, notando que era la clase de mujer consciente de su atractivo y que llevaba un vestido excesivamente ceñido. –¿Te has gastado todo el dinero? –Algo me queda. Además, tengo una casa, pagada, y unas inversiones que me permitirán no pasar hambre nunca. Luego está mi negocio de joyería; espero que, con el tiempo, me dé para vivir. Alessandro la miró fijamente mientras Aldana se tomaba el té. Le pareció sumamente frágil y femenina, aunque las gafas le daban un aspecto serio y estudioso. Tenía delante a una nueva Aldana a la que no sabía cómo tratar. Sonrió amargamente al pensar en la destrucción de su matrimonio. Por fin, Alessamdro se levantó del asiento. –Bueno, vámonos –dijo él. Aldana se acabó el té y dejó la taza en el platito. –¿Adónde? –A casa, por supuesto –respondió Alessandro con una extraña sonrisa–. Nos vamos a casa