Reconciliación en Grecia

CAPITULO 4

Aldana. –¿Ummm? –Despierta. Aldana se movió en la cama y se estiró. No quería despertar. Había tenido esa clase de sueño que uno no quería que acabara nunca. Un sueño con playas de arena fina y olas bañándola. Un hombre a su lado. Un hombre que la abrazaba, la besaba y hacía que se desvaneciera la profunda tristeza encerrada en ella. Abrió los ojos, encontró a Alessandro inclinado sobre ella y se resignó. Porque él era el hombre del sueño. Claro que era él. Alessandro dominaba hasta sus sueños. Aún adormilada, se sentó en la cama y se puso las gafas. Se encontraba en la habitación rosa: una lujosa habitación con baño decorada en tonos de pétalos de rosa cuyos ventanales daban al parque. Era la primera vez que dormía allí, pero esa estancia le despertaba recuerdos que prefería olvidar. Porque había hecho el amor con su marido en aquella cama, en el sillón de terciopelo y también encima de la alfombra. En realidad, habían hecho el amor en todas las habitaciones de la casa. Y habían estado a punto de hacerlo otra vez. Se le aceleró el pulso y el corazón le latió con fuerza al recordar el breve juego erótico en el sofá unas horas antes, su rostro enrojeció al pensar en las manos de él acariciándole el cuerpo. No debería haberse descubierto de esa manera, permitirle saber lo mucho que todavía le deseaba. ¿Pero cómo no iba a desearle siendo un hombre tan atractivo? Incluso en ese momento, en lo único en lo que podía pensar era en todo el placer que Alessandro le había dado en el pasado y en la felicidad que le había proporcionado a ella pronunciar su nombre. Pero no, debía recordar el dolor. Debía protegerse a sí misma pensando en lo mucho que Alessandro le había hecho sufrir. Se apartó el cabello de la frente y se sentó en la cama, haciendo un esfuerzo por no mirar los fuertes muslos que tenía tan cerca. –¿Qué hora es? –Las siete. Has dormido un buen rato –alessandro se la quedó mirando–. ¿Vas a cambiarte para la cena? Naturalmente que pensaba hacerlo, pero el hecho de que Alessandro lo hubiera sugerido despertó en ella el impulso de rebelarse. Alessandro se había criado en la clase de casa en la que los miembros de la familia se cambiaban de ropa para cenar. Nada más conocer a la madre de Alessandro pensó, equivocadamente, que como estaban en una isla griega, en un ambiente relajado y tranquilo, podía presentarse a cenar con una falda vaquera y una camiseta. Un grave error. Su suegra, con ropa de seda y collar de perlas, la había mirado con profundo desagrado. Aldana le lanzó una colérica mirada al darse cuenta de que iba a ser el objeto de semejante desprecio una vez más. La madre de Alessandro había sido fría con ella desde el primer momento, incluso después de casados. Y ahora... ¿cómo la iba a tratar después de haber dejado a su precioso hijo? –Me gustaría saber cuál es el plan –dijo Aldana–. ¿Cuándo vamos a ir a Rodas? –¿Tantas ganas tienes de ir, Aldana? –preguntó él en tono burlón. –No, ningunas. Pero cuanto antes acabemos, antes podré dejar atrás este desagradable asunto. Aldana bajó las piernas de la cama preguntándose si en sus palabras se había notado la falta de convicción que sentía. Entonces, se acercó a la cómoda de la habitación y agarró el cepillo de pelo. –Me resulta difícil creer que estoy otra vez en esta maldita casa –murmuró ella mirando su enrojecido rostro reflejado en el espejo. –¿En serio? Alessandro se la quedó mirando mientras ella se cepillaba el cabello. De repente, se dio cuenta de lo mucho que había echado de menos la intimidad de la vida de casado. Ver a su esposa vestirse había sido una experiencia tan erótica como verla desnudarse después. Echaba de menos las miradas de complicidad, ese entendimiento silencioso. Sí, lo echaba de menos más de lo que había creído posible. Quizá por eso fue por lo que dijo apresuradamente, sin medir las palabras: –Pensé que quizá quisieras dar otra oportunidad a nuestro matrimonio. ¿Nunca se te ha ocurrido considerar esa posibilidad, Aldana? Aldana se quedó con la mano suspendida en el aire. Había sido una pregunta inocente y se dio cuenta de que no podía permitir que el orgullo le impidiera sincerarse. El hecho de que su matrimonio hubiese fracasado no significaba que no le diera valor. Había amado a Alessandro, lo había amado hasta la desesperación. El amor que había sentido por él la había hecho sonreír casi mareada, como víctima de una  enfermedad misteriosa para la que no se conocía cura. Pero era difícil ver la situación con objetividad después del tiempo transcurrido. Había perdido la costumbre de recordar los buenos momentos y lo había hecho intencionadamente. No habría podido cambiar de vida de haberse quedado estancada en el pasado, obsesionada con algo de lo que no volvería a gozar. –No, no he pensado en ello –respondió Aldana–. La vida sin ti me resultó dura durante bastante tiempo, a decir verdad. Me parecía que, sin ti, todo estaba vacío, carente de interés. Pero nuestro matrimonio fue un fracaso, Alessandro. Sabes que es así. Alessandro se la quedó mirando y lo siguiente que dijo pareció salir de lo más profundo de su ser: –Por el bebé –por fin lo había dicho, acababa de reconocer algo que, en su momento, le había resultado demasiado doloroso para pensar en ello. Habían transcurrido dos años y creía que el tiempo habría borrado el sufrimiento, por lo que no estaba preparado para el agudo dolor que sintió en ese momento. Aldana vio su expresión de pesar y se le clavó en el corazón. El cepillo del pelo se le cayó de las manos y rebotó en la cómoda. Una sensación de impotencia ya conocida la invadió. Seguía sintiéndose culpable por el sufrimiento que le había causado a Alessandro y por su incapacidad para tener hijos. Debido a su inseguridad crónica y a que Alessandro siempre estaba trabajando, la comunicación entre los dos se había interrumpido. El primer aborto natural la había dejado sintiéndose vacía por dentro y el segundo había provocado los acontecimientos que siguieron. Jamás olvidaría la expresión de desolación del rostro de Alessandro al llegar al hospital, después del aborto. Alessandro no había sido capaz de mirarla a los ojos el tiempo que estuvo sentado en la cama del hospital a su lado. Pero... ¿de qué servía remover el pasado? No iba a cambiar nada, ¿no? Aldana entrelazó los dedos y se los quedó mirando. –No quiero hablar de ello. –¿Por qué no? –Alessandro se dio cuenta de que le había temblado la voz–. Aldana, por favor, mírame. Aldana alzó la cabeza y le resultó casi insoportable ver su desconsuelo. ¿Por qué le hacía eso ahora, cuando era demasiado tarde? Era como hurgar en una herida y no permitirle cicatrizar. ¿Y  cómo iba ella a seguir adelante si cometía el error de creer que él quería comprender? Porque sabía perfectamente que Alessandro no se molestaba en comprender a nadie. –Porque es demasiado tarde –contestó Aldana agarrándose al borde de la cómoda para sostenerse, para evitar desmoronarse. Alessandro sacudió la cabeza obstinadamente sin dejar de mirarla, con la misma determinación que empleaba en las reuniones de trabajo. Después de dos años de reprimir y enterrar en lo más profundo de su ser aquel asunto, ¿no era un alivio poder hablar de ello por fin, a las claras? –¿No te parece que ya es hora de hablar de esto? Después del segundo aborto, no soportabas que me acercara a ti, ¿no es cierto, Aldana? No soportabas que te tocara. Ella se apartó de la cómoda y se acercó a la ventana para distanciarse de Alessandro. Quería dejar de sentir la tristeza que la había invadido. Perdió la mirada en el ocaso, la creciente oscuridad se hacía eco de lo que albergaba su corazón. –¡No, no lo soportaba porque veía cómo me mirabas! –¿Y cómo te miraba? –¡No te hagas el inocente, lo sabes perfectamente! Me mirabas como si te hubiera decepcionado profundamente, fue la gota que colmó el vaso. Sabía que no era la esposa perfecta, pero que no te diera hijos era algo imperdonable, algo en lo que no podía fallar, ¿me equivoco? –Aldana se llenó los pulmones de aire–. Te casaste conmigo para que te diera hijos y resultó que, al final, no pude cumplir. –Es una presunción por tu parte creer saber lo que yo sentía, lo que significaba la forma como te miraba. Aldana sacudió la cabeza y luego apoyó la frente en el cristal de la ventana, empañándolo con el aliento. –No me digas que no has pensado eso porque no te creeré, Alessandro. En cierto modo no te culpo. Incluso puedo comprender que lo pensaras. –¿Sí, eso crees? –inquirió él–. A tus habilidades has añadido la de leer el pensamiento, ¿verdad? –Reconócelo –dijo ella ignorando el sarcasmo–. Has dedicado la vida entera a los negocios de la familia y necesitas un hijo, un heredero, como les ocurrió a tu padre y a tu abuelo. Lo más importante para ti es tener una familia. Negarlo no te serviría de nada. Alessandro guardó silencio. Aldana no había esperado que la contradijera, pero que no negara  lo que acababa de decirle le dolió más de lo que había supuesto. Por primera vez en mucho tiempo le dieron ganas de llorar. Pero nunca lloraba delante de nadie porque las lágrimas no servían de nada y demostraban debilidad. Las lágrimas hacían mirar hacia delante, al futuro, y recordarle a uno lo que no tenía. Las sombras se alargaban por el parque. Vio una farola encenderse, después otra. Una pareja joven pasó por la calle, iban del brazo, riendo. Era como si el mundo se hubiera propuesto recordarle todo lo que ya no tenía. Sí, la vida a veces era muy cruel. Pero estaba allí por Jason y era en eso en lo que tenía que pensar. Estaba ayudando a su hermano pequeño a ir por el buen camino. Y si Alessandro y ella lograban limar asperezas, ¿no sería algo positivo? Tal vez llegaran a ser como esas parejas divorciadas que eran amigos y, de vez en cuando, salían a cenar juntos. Lo único que no podía olvidar era que su relación con Alessandro no podía ir más allá de eso, de la amistad. –Creo que lo que necesitas es cenar –declaró Alessandro, interrumpiendo sus pensamientos. Aldana se volvió y le sorprendió observándola, de cerca. Demasiado cerca. –No tengo mucha hambre. –No, nada de excusas –dijo él–. No voy a permitir que te desmayes durante el vuelo de mañana a Rodas. Vas a comer, Aldana, así que no me obligues a tener que meterte la comida en la boca. Aldana quiso rebelarse, pero sabía que Alessandro tenía razón. La falta de alimento quitaba la capacidad de raciocinio y eso era lo último que necesitaba. Aldana lanzó un suspiro. –Está bien, cenaré. Pero no me apetece ir a uno de esos restaurantes elegantes, no tengo ganas de ir de tiros largos y verme sometida a las miradas de los curiosos. O, más bien, aguantar a la gente mirándote a ti –Aldana esbozó una cínica sonrisa–. Últimamente, no llamo la atención. Alessandro miró sus cabellos con expresión de curiosidad. –¿Es por eso por lo que ya no llevas el pelo rojo? –En parte es por eso. No soportaba ir a la peluquería cada seis semanas a teñirme para que no se me vieran las raíces de otro color. –¿Tan a menudo? Aldana sonrió. –Una no tiene esa clase de pelo por arte de magia, digan lo que  digan los agentes de publicidad. –¿Y las gafas? ¿Las llevas porque te dan otro aspecto y con ellas es más difícil que la gente te reconozca? –No, no es por eso. Las llevo porque las necesito para diseñar joyería. Aldana se preguntó si a Alessandro le gustaban las gafas o no, pero daba igual la opinión que Alessandro pudiera tener sobre sus gafas. Lo importante era que le gustaban a ella. A lo que había que añadir que se sentía más segura con las gafas, le ofrecían protección. Proyectar una imagen de mujer estudiosa era justo lo que quería. –Además, siempre estaba perdiendo las lentes de contacto. –No me lo recuerdes –comentó él–. Me pasaba la vida de rodillas buscando las malditas lentes de contacto –Alessandro sonrió perezosamente–. Pero me gustaba estar en el suelo contigo... para otros menesteres. Se miraron a los ojos. –Alessandro, no, por favor. –¿No qué? –No empecemos otra vez con los recuerdos –y menos los de los momentos felices–. No sirve de nada. –De acuerdo, dejemos el pasado –Alessandro alzó las manos en un gesto de burlona rendición–. Y ahora... baja cuando estés lista, entretanto yo preparo la cena. –¿Tú? –Aldana parpadeó–. ¿He oído bien?¿Alessandro Soto preparando la cena? –¿Quieres apostar a que preparo la cena? –Dejemos las apuestas para mi hermano –Aldana hizo una mueca– . O mejor no. En fin, ¿qué vamos a cenar? –Ya lo verás –respondió él tranquilamente, y salió de la habitación. Aldana se quedó quieta unos instantes después de quedarse sola. Quería repasar mentalmente lo que Alessandro le había dicho. ¿Alessandro había pensado que quizá ella quisiera dar una segunda oportunidad a su matrimonio? No, no tenía sentido estancarse en el pasado, así que fue al cuarto de baño decidida a borrar de su mente los recuerdos. Cuando salió del baño se puso unos vaqueros y, mirándose al espejo, asintió satisfecha. A Alessandro no le gustaban los pantalones vaqueros, pensaba que era un crimen que las mujeres se cubrieran las piernas. Pero, si ella se las tapaba, él no se las quedaría mirando y ella no tendría que censurarse a sí misma por gustarle que se las mirase. Y para rematar se puso una camiseta amplia con un helado polo estampado en la pechera. Aldana se quedó atónita al ver que Alessandro había puesto la mesa en el jardín y había encendido una buena cantidad de pequeñas velas. ¿Qué le pasaba? ¿Había descubierto que la comida se compraba en las tiendas y había ido a hacer la compra? Pero sintió alivio al descubrir que el machismo de Alessandro seguía intacto cuando él la miró y gruñó: –¿Qué demonios llevas puesto? Aldana, haciéndose la inocente, se indicó la horrorosa camiseta de color rosa. –¿Te refieres a esto? Es de la última gira que hice. Si te interesa, podría hacer que te enviaran una. Tengo montones de estas camisetas de todas las tallas en mi casa. Alessandro sonrió débilmente mientras llenaba una copa de vino y se la pasaba. –Una oferta muy tentadora, pero creo que voy a pasar. Y ahora, come. Aldana se sentó y siguiendo la sugerencia de él clavó el tenedor en una pasta con una sencilla salsa a base de anchoas y aceitunas. De postre tomaron uvas heladas y chocolate acompañado del café fuerte que le gustaba a él. A la luz de las velas, Aldana comió con apetito mientras las estrellas asomaban por el aterciopelado cielo. Y se sintió mejor. Siguiendo un acuerdo tácito la conversación trató de temas intrascendentes. Alessandro habló de las aventuras de sus primos gemelos en Nueva York, unos primos que a ella siempre le habían caído bien. Alessandro le contó que habían estado hablando de hacer una segunda parte de Mi loco padre griego, pero que, al final, lo habían descartado porque no podían soportar la idea de pasar una larga temporada en Hollywood. Aldana se dio cuenta con sorpresa de que le apetecía que la velada se prolongara porque, alrededor de la mesa, era fácil olvidar que existía un mundo fuera de la tapia del jardín. Pero ese mundo existía y era complicado. Muy complicado en su caso. Así que apartó la taza de café vacía y miró a Alessandro. –¿Qué le has dicho a tu madre? Alessandro se encogió de hombros. –Le he dicho que vas a ir conmigo al bautizo y que tienes muchas ganas de volver a ver a la abuela. No le he dicho nada más. Aldana dobló la servilleta y la puso encima de la mesa. –¿Y qué ha dicho ella? Alessandro guardó silencio unos momentos mientras se servía otra taza de café. Como era de esperar, su madre había guardado silencio. Nunca le había parecido bien que se hubiera casado con «esa inglesa»; sobre todo, cuando había tantas mujeres griegas más que dispuestas a casarse con él. Sospechaba que su madre seguía albergando la esperanza de que algún día lo hiciera, ya que no compartía la opinión sentimental de la abuela respecto al divorcio. Sin embargo, él había dejado claro que, se pusiera como se pusiese, Aldana iba a acompañarle y le había exigido que se portara con ella con cortesía y consideración, una exigencia a la que su madre había accedido después de clavarle una pensativa mirada. –Lo ha aceptado –respondió Alessandro. –¿Así sin más, sin poner objeciones? Alessandro arqueó las cejas. –Mi madre jamás se atrevería a poner objeciones respecto a cómo vivo mi vida. Al menos, ya no. –O tal vez sea que no se atreve a decirte lo que realmente piensa. –La mayoría de la gente piensa cosas que no se atreve a decir en voz alta, Aldana. Por ejemplo, a mí me está pasando en estos momentos. Aldana se puso en pie. –Me parece que ha llegado la hora de irse a la cama. –Buena idea –los ojos de él brillaron–. Aunque, por lo que a mí me toca, decepcionante. Aldana clavó los ojos en su hermoso y duro rostro y pensó en lo fácil que sería si acabaran de conocerse, si ella pudiera permitirse el lujo de responder solo a las exigencias de su cuerpo. Sí, se acercaría a él, le permitiría tomarla en sus brazos y al diablo con las consecuencias. Pero no podía hacerlo. Todavía existía un motivo por el que a veces se despertaba en mitad de la noche con el corazón casi sofocado por una inmensa angustia. Y ese mismo motivo era la causa de que no pudiera dar una segunda oportunidad a su matrimonio




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