El sol le calentaba los párpados, pero el muslo de Aldana, encima del suyo, estaba fresco. Perezosamente, estiró los brazos por encima de la cabeza y bostezó. –Vaya, por fin te has despertado –comentó ella con voz suave. El inusualmente caluroso verano inglés les había hecho dormir con las ventanas abiertas. A veces, se despertaba imaginando que estaba de vuelta en Grecia. Alessandro abrió los ojos y la sorprendió inclinada sobre él, acariciándole el pecho con el cabello al ir a agarrar sus gafas. –La verdad es que llevaba un rato despierto –murmuró Alessandro agarrándola por la cintura para atraerla hacia sí–. Estaba pensando en lo afortunado que soy. –¿Y eso? –Aldana se pegó contra él–. ¿Por qué te consideras tan afortunado? –Porque tengo una esposa perfecta que hace que mi vida sea perfecta. Aldana comenzó a acariciarle la mejilla, cubierta de incipiente barba. –No soy perfecta, Alessandro. –Para mí sí lo eres. Aldana le abrazó con fuerza y le besó el pecho. A veces, era tan feliz que no se lo podía creer. Alessandro había estado en lo cierto, dos personas que se querían podían vivir felizmente sin hijos. No poder procrear no había dañado su relación; todo lo contrario, les había unido más. Pero también había ocurrido algo que había cambiado sus vidas por completo. Un día, viendo la televisión, ella había visto un programa sobre la falta de padres adoptivos que le había afectado profundamente, especialmente al hablar del caso de una niña. No le había costado nada convencer a Alessandro para que donara una considerable cantidad de dinero a una obra de beneficencia a favor de niños sin hogar para la que ella también decidió hacer trabajo voluntario. Pero ninguno de los dos se había imaginado que se quedarían prendados de una niña de nueve meses cuyos padres habían fallecido en un accidente de avión. Al final, completamente enamorados de la niña y ella de ellos, la habían adoptado y la habían puesto de nombre Sofia, como la abuela de Alessandro. Ahora, con casi cuatro años, Sofia tenía la misma edad que Ianthe, y la razón por la que era algo extraordinario levantarse tarde aquel día era porque la hermana de Alessandro había ido allí con su familia a pasar el fin de semana. Kyra y Nikola se habían llevado a las niñas al parque y luego al zoológico que había en Regent’s Park. –Qué maravilla, tenemos toda la mañana para hacer el amor a nuestro antojo –murmuró Alessandro. Alessandro le acarició un pecho con la boca y ella, con deleite, se mordió los labios. Piel contra piel. Jadeos. Aldana alzó las caderas y un intenso placer la envolvió cuando él la llenó completamente. Después, se besaron perezosa y lánguidamente. –¿Qué he hecho yo para merecerte? –preguntó ella. –Eso mismo digo yo –respondió Alessandro con voz adormilada–. Pero ya sabes, nada de análisis, simplemente sé feliz. Y lo era. ¡Sí, lo era! A pesar de sus quehaceres como madre, Aldana había continuado haciendo joyas y pronto sus piezas comenzaron a aparecer en revistas. Ahora tenía dos ayudantes y sus piezas se vendían muy bien. Jason se había casado con su novia griega y Alessandro le había nombrado director ejecutivo de la industria de vinos Soto. Jake, su otro hermano, había vuelto de Australia para trabajar en la empresa, lo que significaba que ella les veía con frecuencia. Ambos hermanos ya hablaban griego y la habían convencido para que lo aprendiera también. No le resultaba fácil, pero estaba decidida a hablar griego. Alessandro la había convencido para renovar sus votos matrimoniales en una hermosa iglesia griega de Bayswater, y ella había accedido. Después de la ceremonia dieron una gran fiesta en el hotel Granchester. Alessandro le había comprado otro anillo de boda, por lo que Aldana pensó que debía de ser la única mujer del mundo que tenía tres. –Ah, pero esta vez es diferente, moli mou –le había murmurado Alessandro–. Esta vez es para siempre. Su foto preferida no era de ese día ni tampoco de su primera ceremonia nupcial, sino una sacada el día que ella había ido a Hollywood y había asistido a la celebración del aniversario de la película de Alessandro. En la foto aparecía Alessandro, alto e irresistible, enfundado en un impecable esmoquin, y ella con vaqueros y camiseta. Pero no desentonaban porque lo único que se veía era el brillo de sus ojos, más deslumbrante que los focos de las cámaras. El brillo del amor