Refugio Inesperado

Capítulo 9

La luz del amanecer filtrándose por los ventanales del jardín de invierno encontró a Milena allí, sentada en el mismo banco de piedra, con Mía dormida en su regazo. No había podido volver a su habitación. La presencia de la carta y la foto quemaban en su mente, y las cuatro paredes de la suite se sentían como una celda.

Los pasos, predecibles y silenciosos, no se hicieron esperar. Argos apareció en la entrada de cristal, impecable como siempre.

—El señor Valente le espera para desayunar, señorita —anunció con su tono grave—. En el comedor oriental.

Milena alzó la vista, con una determinación que le nacía de las entrañas, alimentada por el miedo y la necesidad de respuestas.

—No tengo hambre, Argos.

El mayordomo no se inmutó.

—No es una invitación, señorita. Es una expectativa.

—¿Y qué espera él exactamente? —preguntó Milena, mirándolo directamente a aquellos ojos azules desgastados—. ¿Que actúe como su hermana desaparecida? ¿Que finja que no sé que esta familia está podrida por un secreto?

Argos permaneció impasible, pero un leve parpadeo delató que las palabras habían hecho mella.

—Yo no me atrevería a hablar de lo que desconoce, señorita. Y le aconsejaría esa misma prudencia.

—¿Desconozco? —Milena se levantó con cuidado para no despertar a Mía—. Sé que Julia era su hermana. Sé que tenía una hija. Sé que Sebastián la acusó de traicionar a la familia y que ella huyó por miedo. ¿Miedo a qué, Argos? ¿A su propio hermano?

Por primera vez, el rostro del anciano mayordomo mostró una grieta. Una profunda pesadumbre.

—Señorita Milena—dijo, y su voz perdió por un momento su formalidad, tornándose cansada, casi suplicante—. Hay historias que es mejor dejar dormir. Heridas que nunca cicatrizaron. Remover el pasado solo traerá más dolor. A usted, sobre todo.

—¡Ya estoy sufriendo! —exclamó ella, bajando la voz para no asustar a la niña—. Estoy atrapada aquí con mi hija, siendo usada como un peón en una obra de teatro malsana. ¿Cree que puedo ignorar esto? ¿Cree que debo hacerlo?

—Debe hacerlo si valora su bienestar y el de la pequeña —respondió Argos, recuperando la compostura, pero sus ojos no podían esconder la sombra de una advertencia real—. El señor Sebastián… lo que ocurrió con Julia… no fue sencillo. Él era joven. El peso de la familia cayó sobre sus hombros de manera brutal. Tomó decisiones… decisiones que lo persiguen cada noche en esa habitación con la cuna vacía.

—¿Y por qué yo? —preguntó Milena, desesperada—. ¿Por qué traerme a mí aquí?

Argos suspiró, un sonido seco y raro en él.

—Porque el señor Luca, en su confusión, empezó a preguntar por Julia. Insistentemente. Y a preguntar por la niña. Sebastián pensó que una presencia joven, una madre con un bebé… calmaría sus ansias de respuestas que no podemos darle.

—¿Respuestas que no podéis darle o que no queréis darle?

Antes de que Argos pudiera responder, una voz fría y cortante como el cristal resonó bajo la cúpula de cristal.

—Porque las respuestas se fueron con ella, y no hay nada que encontrar sino cenizas y culpa.

Sebastián estaba en la entrada, vestido para el día, pero con el rostro pálido y los ojos enrojecidos. Había estado escuchando.

—Señor —murmuró Argos, inclinándose ligeramente, un gesto de respeto y, quizás, de disculpa.

—Déjanos, Argos —ordenó Sebastián sin apartar la mirada de Milena.

El mayordomo obedeció y se retiró, dejándolos solos entre las plantas exóticas.

—¿Has estado husmeando? —preguntó Sebastián, avanzando lentamente hacia ella. Su voz era peligrosamente calmada.

—Encontré una carta —confesó Milena, desafiante, aunque el corazón le latía con fuerza—. Y una foto. Julia te quería, Sebastián. Te nombraba. Tenías miedo de que hubiera traicionado las "raíces" de esta familia maldita y la acosaste hasta que se fue.

Sebastián emitió un sonido entrecortado, una risa amarga y sin humor.

—¿Crees que la eché? ¿Crees que soy el monstruo de esta historia? —Señaló la foto que Milena imaginaba en su bolsillo—. Ella era mi hermana. La adoraba. Pero descubrí que había estado pasando información financiera de la empresa a un competidor. Información que podría haber hundido todo lo que mi padre, su padre, construyó. Confronté con ella. No fue un acoso, fue una… rendición de cuentas.

—¿Y? —insistió Milena—. ¿Era cierto?

—Al principio lo negó. Después, lloró. Dijo que estaba siendo chantajeada, que alguien tenía algo sobre ella, algo que no podía contarme. Pero no me dio nombres, no me dio pruebas. Solo me suplicó que confiara en ella. —Su voz se quebró—. Yo tenía dieciocho años. La empresa tambaleándose. Cientos de empleados dependiendo de nosotros. ¿Qué querías que hiciera? ¿Que ignorara la evidencia? ¿Que arriesgara todo por la palabra de alguien que había sido sorprendida en una mentira?

—¡Era tu hermana!

—¡Y por eso duele tanto! —rugó él, perdiendo por fin el control. El grito hizo que Mía se agitara en sueños—. La di un ultimátum. Que me dijera la verdad, toda la verdad, o que se iría. No la eché. Ella eligió irse. Y se llevó a su hija con ella. —Su respiración era entrecortada—. Esa carta… la encontré días después, sobre su escritorio. Inacabada. Como todo lo nuestro.




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