Jorgito había cumplido siete años. Era huérfano. Perdió su madre al nacer y su padre, entregado al alcohol, murió tres meses más tarde.
Fue de mano en mano entre parientes, vecinos, amigos.
Un día lo llevaba doña Lola porque su casa era amplia, su patio estaba lleno de árboles, y baldosas rojas en las que el niño había dado sus primeros pasos.
Los domingos y feriados lo cuidaban el Dr. Gutiérrez y su esposa. El médico reía al ver a ese chiquillo tan sano, tan rosado y gordo.
Conoció la calle a los cinco años, cuando todos se habían cansado de «ese bebé que ya no era más un bebé» y no lo mandaron al preescolar. Era el chico de las diligencias. Para ganarse el almuerzo iba al mercado y a la carnicería para doña Juana, al banco para don Gallardo, cuidaba el bebé de Julia; aprendió a lustrar zapatos con Marcelo y tantas… Tantas otras tareas.
Era amigo de los linyeras. Jugaba a la pelota en el potrero con los muchachos de Barracas, los únicos que lo aceptaban en su equipo. Casi siempre era aguatero. ¡Una vez fue arquero! Pero Juan Ignacio, el capitán del equipo le había prometido que llegaría a jugar de «10», ¡y con la camiseta de Boca que iba a prestarle!
Su vida era tranquila. Tenía un balero, pero no uno hecho con una latita de conserva y un palo de escoba, como la mayoría de los baleros de los niños pobres. Era uno de verdad. Se lo había cambiado al chico de la casa grande por una de las figuritas difíciles para que pudiera llenar su álbum.
Las madres de los demás pibes del barrio no dejaban que él se junte con sus hijos porque podía tener piojos, porque dormía debajo de un puente, y alguna se aventuró a decir que lo vio fumando con un mendigo.
¡Cuántas pavadas! El muchacho dormía en la cocina del restaurante «El tano de oro»; allí su lugar era calentito. Se abrazaba con un gato gris y soñaba…
Soñaba con ser el capitán de uno de esos enormes barcos que llegan al puerto de Buenos Aires, o con el día en que lo dejaron entrar a la cancha sin pagar, justamente en la final del campeonato y pudo ver a Boca campeón desde la tribuna.
A veces, despertaba llorando. No ocurría muy a menudo, pero el cocinero intuía que esa noche, Jorgito habría soñado con su mamá.
Los linyeras lo querían. Le enseñaban su arte, pero el mocoso nunca fue pedigüeño y le divertía más lustrar zapatos, hacer mandados y acompañar a los jubilados a cruzar las avenidas.
Una tarde de lluvia ayudó a un agente de tránsito, y éste no solo le prestó su gorra, sino que también le compró un sándwich.
***
Diciembre era una fiesta para todos. La gente adornaba las puertas de sus hogares con hojas de muérdago y olivo. Quienes tenían árboles, los llenaban de luces, estrellas y globos.
Los chicos se reunían en la placita del barrio, pero ya no jugaban más a la pelota. Ahora estaban más interesados en escribirle cartas a Papá Noel.
Inmensas listas de juguetes observados tras el cristal de alguna tienda era lo que contenían aquellos sobres, prolijamente escritos y sin errores de ortografía.
Luis Oscar estaba muy preocupado. Como le había ido mal en Lengua, Papá Noel no le dejaría este año su regalo.
Priscila quería una muñeca, con grandes ojos azules como los suyos, para decirle a todo el mundo que esa era la hermanita que esperaba y que su mamá no le podía dar.
Marcelo deseaba treinta pesos para comprarse un taburete nuevo y media docena de tarros de pomada para calzados.
—¿Y vos, Jorgito? ¿Qué vas a pedirle a Papá Noel? —Gritó uno de ellos.
Pero antes que éste abriera la boca, Mauricio, el chico de la casa grande respondió:
—Nada. No va a pedirle nada, porque Papá Noel nada les trae a los que no tienen arbolito.
Dos lágrimas rodaron por las mejillas del muchacho que, sin decir nada, dio media vuelta y avanzó hacia la calle con paso quedo. A pocos metros lo detuvo una abuelita que siempre le pedía ayuda para cruzar las avenidas. Lo miró de pies a cabeza y guiñándole un ojo, le susurró al oído:
—No hagas caso. Estoy segura de que Papá Noel te quiere; él no deja a ningún niño del mundo sin su regalo. A los que no puede traerles juguetes, les trae otra cosa, ya verás.
***
Esa tarde nadie vio a Jorgito por ninguna parte. Había tomado sus pertenencias, —lo poco que lo aferraba al mundo— las volcó en su camiseta, ató un nudo con las mangas y por un agujerito que tenía la tela justo a la altura del ombligo, pasó su vieja caña de pescar y se armó un hatillo. Como quien enhebra una aguja desgastada con el inagotable hilo de las fantasías.
Muy despacio, se acercó al minino que dormía con él, le dejó un beso entre los bigotes y salió a caminar por el puerto. Tenía mucha tristeza. Pensaba en su madre, en lo lindo que hubiera sido conocerla y estar juntos en nochebuena.
Cuando aparecieron las primeras estrellas subió al barco más grande y más viejo que había junto al muelle, dio cuatro o cinco vueltas y se sentó en un rincón cercano a lo que había sido una bodega. Abrazó fuertemente su mundo de chucherías y se quedó dormido.
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Editado: 12.11.2018