Sus pasos son rápidos y las suelas repiquetean en las baldosas. Larisa Mordaci huye de las sombras que la siguen, acaba de matar a una mujer y sus manos están sucias, las mira y las esconde en los bolsillos de su saco, baja la vista a sus piernas, un hilo de sangre cae hasta sus pies, levanta la vista y cruza la oscura y vacía avenida. Cada par de minutos voltea a ver si la siguen, en cada esquina que dobla hace lo mismo. Cierra su saco sobre su pecho al rocío de la madrugada. Y camina más rápido. Larisa está condenada por Dios y el hombre. Por querer limpiar su nombre de las falsas acusaciones ahora enfrenta lo peor. En la mañana debe declarar ante el juez, pero con lo que pasó no piensa hacerlo.
—¿Larisa?
—Sí, soy yo, abuela. Soy yo, no te levantes, tengo llave.
Larisa entra a la casa y va directo al baño.
—Está bien, no te olvides que mañana hay que ir al Tribunal.
—Sííí, ya sé… —dice desde el baño.
Se desnuda dentro de la ducha, toca el agua caliente y lava la sangre, el hollín es arrastrado de sus manos y de su cara.
Estuvo a punto de ser prendida fuego. Si no hubiera sido porque la mujer que la intentó quemar sufrió un ataque epiléptico en el momento que encendía la gasolina, en estos momentos, Larisa, estaría en el parque calcinada.
Mientras el agua la limpia recuerda lo que pasó…
Larisa intentaba llegar a un acuerdo con ella, había ido solo a hablar, no se esperaba que la fuera a atar de manos y que la golpearía. Con las manos atadas se abalanzó sobre ella, la empujó y cayeron sobre el cerco afilado de unas rosas rojas. La mujer que la atacó se atascó con su ropa en el metal de la cerca y al caer se golpeó la cabeza con una roca que rodeaba las flores, comenzó a convulsionar porque era epiléptica y soltó el bidón de nafta que llevaba en sus manos, Larisa se volvió eufórica porque corría con ventaja. Las cuerdas con las que le había atado las manos cedieron y aprovechó la oportunidad para acabar con todo allí mismo. ¡Esa mujer la había atormentado toda su vida! Recogió el bidón y le llenó la boca de nafta, roció el resto sobre el cuerpo convulso y prendió la llama. El fuego inició lento, pero fue acelerándose cuando devoró su largo cabello.
Y la llama se encendió.
Larisa estuvo viéndola quemarse algunos minutos. La piel se agrietó, hinchó y cayó a los segundos, la mujer se retorcía en el suelo y chillaba. Larisa la observaba inmóvil. Sus ojos se salieron de sus órbitas, quedaron colgando unos segundos y cayeron incendiados luego. Larisa seguía sin moverse. Los chillidos dieron paso al silencio, oyéndose nada más, que el crepitar de las llamas que se extinguían junto con la vida de la mujer. Larisa sonrió extasiada, se había vengado y se sentía bien, con nuevas energías y fuerzas para enfrentar lo que fuera. Pero no le duró mucho, porque ya comenzaba a preguntarse si alguien la había visto. Recordó que en la mañana debía volver allí para declarar por una injusticia de la que le acusaban.
Al terminar su baño se desliza en silencio hacia su dormitorio.
—¿Larisa?
—¿Quééé, abuela?
—¿Supiste algo de tu hermana?
—No, nada. Ya no… creo que… no…
—¿Qué?
—¡Que no la vi, es mi gemela pero no tengo telepatía con ella, abuela!
Larisa cierra la puerta de su habitación con llave y saca el bolso de viaje que carga con sus cosas. Vacía la caja con sus ahorros y va a la terminal a comprar un pasaje de ómnibus a la ciudad más lejana del país, y la más gélida.
Tres horas más tarde, el Juicio comienza, y se llama a declarar a Larisa Mordaci; mujer soltera, treintañera, de profesión Antropóloga forense. Los minutos pasan y la chica no aparece. Los presentes se miran y hablan con la mirada. Parece que todos entienden lo que está pasando. Si la mujer no se presenta está afirmando su culpabilidad. Su amante había muerto y la última persona que lo vio con vida fue ella, ahora su hermana moría y ella desaparecía…
La audiencia acaba y el veredicto se dicta. Larisa es fugitiva de la ley, en su nombre lleva la muerte de dos personas. La primera, su amante casado, quien había muerto ahogado en el río dentro de su auto. La segunda, su hermana gemela. La noche anterior fue encontrada en el parque frente a la Suprema Corte junto a unas rosas, calcinada.
—¿Larisa? ¡Debes ir a la corte! —dice la abuela abriendo la puerta de la habitación.
La cama está intacta, abre el ropero y está casi vacío. Puede adivinar que su nieta se fue, tal como lo hiciera años antes su otra nieta, la hermana gemela de Larisa. No supo la gravedad de la situación hasta más tarde ese día cuando Larisa no se presentó en la Corte. Ahora sus días estaban contados y era culpable por dos muertes que la condenaban de por vida tras las rejas.
***
El autobús se detiene en su destino final, en los límites del país, donde profundos acantilados lo dividen, y donde las montañas suben tanto al cielo que parece que se funden con él. Las nubes las rodean y el sol es solo un resplandor en lo alto. La nieve lo cubre todo y Larisa se apresura a sacar el abrigo del bolso. Un joven se le acerca para preguntarle indicaciones, no sabe cuán perdida ella está también en este mundo. Con una sonrisa le dice que es una extraña en ese lugar. Si ser amigable con las personas siempre la perjudicaba, esta vez haría todo diferente. Ni su madre ni su hermana están ya para entorpecer su vida, se siente libre. Con ganas de empezar una nueva vida. Pero antes tiene que desaparecer para todos.