Omar se ubicó en una mesa en el bar. Cerca de la habitación del motel que rentaba por unos días, alejado en un pueblo que no conocía, la ciudad lo había sofocado de tal forma que solo quiso huir. Su divorcio había concluido, su mujer se quedó con la casa, la mayor parte de su dinero, su perro y lo que más pesaba, la custodia de sus dos hijos. Fabián y Camilo. Sus dos hermosos pequeños, solo podría verlos cada dos semanas. Por un momento sentado en ese bar de poca monta, pensó en marcharse lejos, que sus hijos recuerden al padre amoroso y cariñoso que una vez supo ser. No la persona en la que se había convertido en el presente, un ser triste, melancólico y alcohólico. El poco dinero que quedaba, por supuesto ahorrado. Luego de perder en el bufete de abogados en el cual trabajaba, un caso imposible de disipar, el cometió un error fatal y malgastó el caso, y por supuesto a continuación su trabajo. En realidad perdió absolutamente todo. Su matrimonio de quince años, su casa, sus hijos, su trabajo y poco a poco con el alcohol perdía su dinero. Sacó de su portafolio los papeles de divorcio y limpio con su mano el sudor que recorrió hasta su mejilla. Se preguntó qué le había pasado a su vida. En qué momento sucedió que perdió el control total. No obtuvo respuesta. A través del vidrio llamo su atención, podía ver como el sol reflejaba a los extraños que pasaban por la vereda. Cada uno en su propio mundo, nadie echaba un vistazo al prójimo. Una mujer paseando a su perro, un hombre de bien vestir hablando por celular, un corredor y un caminante... un joven de unos veinte años, que se notaba como contemplaba el cielo despejado en esa mañana calurosa, un soñador empedernido. Omar se observó reflejado en ese muchacho a su edad, él fue un soñador. Enamorado del amor, del cielo, las estrellas, enamorado de la vida. La rutina con los años destruyó a ese joven Omar soñador, los años pasaron y no cumplió ningún sueño. Inactivo, varado en la oscuridad de sus metas frustradas. Y se convirtió en este presente, un cuarentón en la ruina, en soledad y con sus sueños hechos añicos. En ese bar de poca monta, con el único traje limpio. De repente un rayo le detuvo los pensamientos. El cielo se transformó en gris oscuro y un inmenso frío recorrió su cuerpo. La lluvia torrencial en apenas pocos segundos comenzó. Entraron al bar dos personas, dos muchachos jóvenes. Uno de gran altura, de tez blanca y cabellos rubios, le transmitió paz. El otro muchacho también de gran altura, de tez blanca casi pálida y cabellos negros, le transmitió un temblor tenebroso que traspasó su columna vertebral. El muchacho de negros cabellos se sacudía, secando sus vestimentas mojadas, le sonrió con malicia como si supiera que provocó ese malestar dañino en Omar. De un momento a otro, el bar se colmó de gente, y él no supo en qué instante esos desconocidos residían a su lado. El muchacho rubio se presentó como Alaia, al decir su nombre, Omar vio como sus ojos se transformaban en un dorado radiante y le pidió si podía sentarse en la silla vacía a su lado. Omar afirmó, no muy convencido. El muchacho de cabellos negros ya estaba acomodado en la silla a unos centímetros, se presentó como Aneu y vio en sus ojos unos destellos rojos al pronunciar su nombre. Omar de inmediato pensó que el alcohol a esa hora de la mañana, ya surgía efecto y perdía un poco la cordura. Los tres por un largo lapso no conversaron, solo echaba vistazos al vidrio, golpeaba la lluvia con potencia, una gran tormenta acechaba el pueblo. Omar de reojo notaba como Alaia lo observaba disimuladamente, en cambio, Aneu sin mover un musculo de su rostro no le quitaba la mirada. Omar comenzó a impacientarse por el descaro de ese desconocido y carraspeo, quiso mantener la visual, pero era tan penetrante que no obtuvo coraje. Alaia toco la mano de Aneu y el carcajeo satisfecho, burlándose de Omar por la incomodidad, disfrutando del momento. Se acomodó en la silla y movió sus hombros, desviando sus ojos hacia la tormenta.
- Es raro que en una hermosa mañana, se fabrique una tormenta tan fuerte-replicó Aneu desinteresado-
- No es raro Alaia, hoy es el día de la virgen, once de noviembre es tiempo de tomar decisiones. Siempre llueve en el día de la virgen, cuenta la leyenda que son lágrimas de ella, derramas por su hijo crucificado. En honor a la gran madre, su pureza, la lluvia es su compañía. Además llorar purifica el alma ¿no lo cree?
Alaia rompió el silencio, tratando de persuadir el incómodo encuentro. Omar sintió que ellos, podían sentir lo que el sentía. Pero esa emoción se esfumo rápidamente, eso no podía ocurrir. En cambio entre ellos dos, con miradas parecía que se hablaban.
-¿Usted cree en esas estupideces que acaba de decir mi amigo? Especialmente la parte, la de llorar.
Preguntó sarcástico a Omar. La noche anterior lloro con todas sus fuerzas por sus incontables pérdidas, y esa misma mañana luego de terminar su whisky de costumbre. Antes que ellos interrumpieran su soledad, no había tomado la decisión aún, de suicidarse en el motel.
- Disculpen- evitando la pregunta del extraño que no era de su agrado- no me presente, mi nombre es Omar y pueden tutearme.
- Lo sabemos- refuto Aneu muy tranquilo-
-¿Qué saben?- preguntó confuso Omar-
Aneu no respondió, lo ignoró, mirando sus largas uñas. Omar abrió sus ojos y su respiración se cortó, lo primero que vino a su mente, si eran personas que él había puesto en la cárcel. En la mayoría de los casos que ganó en sus buenos tiempos como abogado. Tras las rejas, envio personas por delitos mayormente de fraude y Estafas. Pero con esos insólitos nombres, no podría olvidarse y menos de sus caras.
- No te preocupes Omar, es un pueblo pequeño, sabemos los nombres de los desconocidos.
Alaia fulmino con la mirada a Aneu, y él le respondió sin importarle encogiendo los hombros.
- Si mi compañero tiene razón, pueblo chico... infierno grande.
- Te gustan mucho los sarcasmos, por lo que note.