La madera era el material primario en ese lugar. El piso y un trono donde un hombre se encontraba sentado eran parte de un gran árbol que subía y extendía sus ramas entretejiéndose, fusionándose para crear pisos, rampas y escalinatas.
El recuerdo de un sueño hizo detener la melodía que él tocaba en su clarín de plata y lapislázuli. Vio cómo el ambiente comenzaba a inundarse de sombras trémulas provocadas por el atardecer. Miró hacia el horizonte y vio el paisaje lleno de hermosos bosques esmeralda que comenzaban a disiparse para darle paso a una extensa llanura.
Sus antepasados habían comenzado a vivir en los bosques por mandato divino. El dios de la tierra Kilaveni les enseñó a dominar las artes de la naturaleza. Ellos hicieron crecer los árboles de una forma peculiar: en sus gruesos troncos moldearon escalinatas con barandales, rampas y recámaras; patios de reunión y cubículos de meditación; altares y templos, sin dañar ni mutilar a la naturaleza.
El hombre sintió frío. Su mirada se fijó en lo que era similar a él: una estatua no perteneciente a la totalidad del árbol. Tenía la forma de un hombre delgado de estatura mediana, cabello largo y alborotado. El tallado de la piedra daba la sensación de naturalidad a esa figura que parecía como si el viento tocara su cuerpo cubierto por una túnica que acompañaba su caminar.
Se dirigió hacia esa estatua y arrodillándose quiso sonreír, pero sus delgados labios se quebraron en una mueca de amargura. Encomendaba su destino a la voluntad de su dios, mientras las estremecedoras escenas de ese sueño eran revividas en su mente.
Vio sus manos temblorosas y llenas de sangre. Sus enormes ojos verdes se abrían desmesuradamente, incrédulos por lo que estaban presenciando en aquél vívido sueño. Su pecho comenzó a doler, como si algo le presionara fuertemente, permitiendo que el aire saliese pero que no entrase. De pronto su corazón latió, lento, muy lento.
―Padre. ―Escuchó una voz, calmada, armoniosa y masculina. ―No te entrometas.
Quiso interrogar al poseedor de esa voz, pero se quedó enmudecido. Quiso moverse, sus piernas no respondieron. Quiso arrastrarse, pero sus manos ensangrentadas cayeron pesadas a sus costados. El latido de su corazón siguió lento y comenzó a sentir un mareo.
Gustav... Su garganta colapsó al mismo tiempo que sus ojos dejaron correr lágrimas de angustia.
Al despertar, notó esas mismas lágrimas que no podía contener. No sabía quién era el joven de su sueño, su mente sólo evocaba suposiciones, ¿En ese sueño nombraba a esa persona por su nombre o hacía un llamado a alguien más?
La ansiedad le llevó a observar sus manos, después, desató su cabello rubio y largo que tocaba su espalda baja: olas doradas de las que sobresalían sus puntiagudas orejas.
La expresión de terror no abandonaba su rostro al terminar de orar, la preocupación de lo que llegase a pasar en un futuro, probablemente cercano, no le permitía encontrar paz.
A lo lejos, se respiraba la esencia de la madera quemada subiendo por los cielos como una telaraña que se desprendía de las ramas que la sujetaban. Una mujer que ya con años bastante caminados miraba hacia al cielo junto con su nieto. Es linda, ¿no crees Gustav? Preguntó la mujer, que mientras acariciaba el cabello corto y plateado de su nieto con una mano, señalando con la otra la luna que brillaba a través de la ventana.
Mamá Carmin, enunció el niño dirigiendo sus ojos rojizos hacía su abuela ¿Ahí viven?
¿Quiénes? Era una mujer hermosa, en su rostro se formaban pequeños caminitos, que delataban su felicidad.
―Los…―El niño hizo una mueca dudando de lo que iba a decir.― …Celes.
―Así es Conejito, ahí viven los Celes.
Se encontraban sentados frente a la ventana que daba vista al poblado de Fi, un lugar donde Gustav siempre iba a jugar, ambos escucharon pasos y después de unos segundos fueron hacia la entrada, el niño intentaba apresurar a su abuela, quien caminaba despacio, no por no poder caminar sino porque ese siempre fue su ritmo al desplazarse sobre sus pies.
Un hombre muy alto de cabellos plateados y ojos dorados se acercó a la entrada de la casa. Su edad superaba las cinco décadas, pero su cuerpo parecía lleno de vida. Traía encima de su robusta espalda unos leños que bajó con cuidado a un lado de la puerta. Miró hacia su alrededor, como acostumbraba. Observó el paisaje marrón que indicaba la llegada prematura del otoño.
Apretó con fuerza el puño de su espada al sentirse vigilado.