¿Podía una mano cálida y alentadora posada sobre la suya tornarse como una zarpa fría y desalentadora de un solo segundo al siguiente? Ella acababa de descubrir eso era muy posible, tanto que había sido testigo privilegiada y experimentadora de primera mano. Aquellas palabras habían helado su corazón al instante, ver cómo la ira y los prejuicios acerca de Samuel, que parecía albergar, salían de la boca de Eric sin cortapisas había sido como un baño de agua helada.
La decepción recorría sus venas regresando al inicio a través de las aortas, se hallaba atascada en la espiral repetitiva de aquellos malos sentimientos que él había creado. Apenas sabía cómo era capaz de conducir con toda la rabia que su cuerpo parecía albergar. Tampoco había sido muy consciente de cómo había logrado alcanzar la puerta del restaurante sin chocarse con nadie, ni resbalar con sus tacones; todo era surrealista.
Claro que él había comenzado bien con sus afirmaciones, ella también sabía que cargaba una gran culpa y tristeza con Samuel. Era inevitable habiendo sido quien había roto con él, habiéndole dicho mentiras tales como que ya no le amaba. Esa había sido la mentira más increíble, descabellada y basura que sus labios habían soltado alguna vez en su vida; nadie se la creía cuando la soltó, ni ella, ni él, aún así se esforzaron en su teatrillo “si te he visto no me acuerdo”.
Por supuesto que se arrepentía de toda la mierda que había salido de su boca aquel día, en ocasiones la mirada de Samuel o las patrañas envenenadas que ella había soltado se clavaban en su mente como puñaladas profundas. No estaba orgullosa de cómo se había dejado manipular por la presión ejercida por su madre, mucho menos con la consideración presente de que esa mujer había urdido su violación. Se le revolvían las entrañas de solo pensarlo con detenimiento por lo que encendió la radio en un intento desesperado de acallar sus recuerdos.
Fue inútil, tan inútil como pretender no oír su teléfono móvil sonando en su bolso; no contestaría ni conduciendo ni cuando llegara a su apartamento. De hecho mientras caminaba hacia la salida del restaurante había tomado la férrea decisión de que le dejaría recapacitar hasta que ella estuviera segura de que podía darle la razón en voz alta por aquellas verdades que sí había dicho. Sería un pulso que ella misma se esforzaría en mantener a sí misma porque lo necesitaba.
El psicólogo le había dicho que todo aquello que se callaba había estado formando los cimientos de sus ataques y que el primer paso para sanar era reconocer sus defectos, sus fortalezas, sus miedos y sus verdades. Exponer ante ella quién era le proporcionaría una perspectiva mayor y colaboraría con su fortalecimiento como persona. Cuando se equivocaba debía decirlo, cuando acertaba también; porque la Irene perfecta que había tratado de construir era una ilusión que le había robado vida y tiempo.
Con todo en mente decidió que gastaría la última semana de octubre cumpliendo con su trabajo sin preocuparse de nada más que de las sentencias de los juicios, sus amigos y la preparación de su viaje a Lisboa, Bilbao y Madrid. Pasaría una semana allí, luego iría a Bilbao a ver a quien más extrañaba a esas alturas de su vida y regresaría desde Madrid habiendo sido reprendida por sus atentos padres. La verdad era que ahora que sabían de lo sucedido, ella se sentía menos presionada.
No mentiría negando que hubiera sido mucho mejor si ellos se enteraban de su boca y no de la de su hermana mediana pero no era ilusa, sabía que el tiempo no se podía volver a atrás. Las estratagemas de los padres de Samuel habían obtenido como efecto colateral la bomba atómica sufrida en su familia, todavía podía alegrarse de que nadie pareciera muy interesado en su descrédito en Atlanta. Seguía siendo una ciudadana tan rasa que los pocos que la conocían, ni se habían molestado en echar los perros.
Algo más que debía agradecer era que la autora, con la que estuviera trabajando en la traducción de su cátedra, ni siquiera se hubiera planteado reemplazarla pues, según ella le informó, había sido recomendada por su trabajo impecable y por eso la pagaba, sin importar con quién dejara o no de juntarse. Gracias a ello había tenido un mejor ánimo para continuar con sus tareas, en la oficina y la editorial. No, no iba a quejarse, sería una pérdida de saliva y fuerza.
Llegó a su refugio, se descalzó a la carrera tras acariciar la oreja de la gata y se dirigió sin demora a su tocador donde con movimientos bruscos se deshizo de todo el maquillaje que la cubría. Ni siquiera se percató de cuando las lágrimas comenzaron a caer por su rostro, mojando sus mejillas y su vestido tras delinear sus maxilares y el mentón. Si le hubieran preguntado, lloraba porque había imaginado otro final de la noche, algo menos desastroso.
Estaba muy segura de que no hubiera compartido su cama con nadie a excepción de con la huidiza Luna mas le hubiera gustado ser escoltada al portal y despedirse de Eric como se debía hacer con cualquiera. Su corazón estaba hecho un guiñapo a causa de la ira oculta en su voz y por las incumplidas expectativas que se habían forjado al recibirlo en su vestíbulo. ¿Quién podía culparla si Yoon Do siempre era un dulce caballero?
Había sido Eric que, como su nombre hablara de realeza eterna, por primera vez desde que se conocían no había tenido ningún tacto, ni racionalidad antes de soltar sus impresiones sobre Samuel. Ella misma había superado sus prejuicios hacia ambos hombres y tenía muy claro ahora que nadie, por mucho que la quisiera en el nivel que fuera, iba a marcar con quién o con quién no se relacionaba. Ya no era que quisiera su independencia, era que desde que había llegado a Atlanta se la había ganado.