Contra lo que era habitual, el camión de las 2:00 p.m. había llegado a la central camionera mucho tiempo antes de tiempo.
—¡Ahí estás!
Con los brazos extendidos, salió a su encuentro.
—¡Ahí estás! —repitió de nuevo, rodeándola con ternura— ¡Ya empezaba a pensar que no fueras a venir!
—¿Qué poca confianza me tienes?
Ese leve reproche no era más que un juego de labios sonrientes; sus pupilas irradiaban la azul de una absoluta confianza.
—No, para nada, no lo dudé… Pero ¡imagínate…! Por la tarde, de manera inesperada, no sé por qué, me entró el miedo de que te hubiera pasado algo. Pensé en llamarte, conforme no te veía venir, la idea de perderte. Pero, gracias a Dios, ya estás aquí…
—Sí…, aquí estoy dispuesta a todo. ¿Nos vamos? —sonrió ella.
—¡Vámonos! —dijeron inconscientes sus labios, pero su cuerpo permaneció inmóvil.
Ella le tuvo que repetir.
—Se hace tarde, Daniel, y todavía no compramos los boletos.
Él se mantenía cautivo ante su mirada; la tomó del brazo con tierna veneración.
El camión estaba totalmente lleno, pero a ellos se les veía muy felices pensando disfrutar de una amena conversación pero, al verse imposibilitados por la incomodidad de ir tanta gente, resignados, se quedaron uno frente a otro sin aventurarse a decir ni una palabra. Sólo cuando uno levantaba la vista, veía la tierna mirada del otro que se dirigía hacia él con amor.
Con una leve sacudida, el camión se puso en movimiento. Abajo las ruedas corrían hacia un porvenir todavía invisible que reservaba a cada cual algo diferente, los pensamientos de los dos flotaron en sueños regresando al pasado.
El camión se detuvo. Como un perro que se despierta bajo la lluvia, su mirada emergió de aquel ensueño, pero —¡dichoso despertar!— vio que ella, su amada, de la que tanto tiempo había estado alejado, seguía sentada allí, muy quieta, tan cerca que podía sentir su aliento. Su silueta proyectaba una sombra echada hacia atrás, pero como si hubiera comprendido inconscientemente que suspiraba deseando verlo, se incorporó con una tierna sonrisa.
—Daniel —dijo ella mirando hacia afuera—, ya estamos por llegar.
Él no respondió. Estaba sentado y simplemente la miraba.
«El tiempo no ha podido contra nosotros —pensó para sus adentros— no ha podido nadie contra nuestro sentimiento; nueve años desde entonces y ni siquiera el tono de su voz ha cambiado, ni un solo nervio de mi cuerpo la escucha de forma distinta. Nada se ha perdido, nada ha pasado, su presencia me llena, como entonces, de una suave dicha».
Levantó su apasionada mirada hacia la boca de ella, que sonreía serena y que apenas si podía recordar haber besado alguna vez, y miró sus manos resplandecientes, reposando relajadas sobre su lecho; se habría inclinado para acariciarlas con sus labios o las habría recogido entre las suyas, un segundo nada más, ¡un segundo! Pero las pláticas de los vecinos de al lado estaban atentos en él con curiosidad y, para ocultar su secreto, se recostó de nuevo sin decir nada. Así volvieron a estar uno frente a otro sin intercambiar señas ni palabras; sólo sus miradas se besaban.
Afuera se oyó que el camión echó a rodar de nuevo y su oscilante monotonía lo meció, devolviéndolo a sus recuerdos. ¡Qué oscuros e interminables fueron los años que habían pasado desde entonces y hasta ese día! ¿Cómo es que habían pasado tantos años y sus corazones estaban intactos? En alguna parte guardaba un recuerdo que no quería evocar; su última despedida, en aquel aeropuerto donde, con el corazón exultante, él se había ido. No, fuera con eso, era el pasado, no volvería a pensar en ello, era demasiado terrible. Pero sus pensamientos se remontaron más allá, volaron más lejos; a otro paisaje, un tiempo de ensueño se abría ante él, arrancándolo del ritmo veloz de las ruedas.
El camión apaciguó su andar, a lo lejos las luces centelleantes lo obligaron a frenar su marcha. Sin querer, levantó la mirada soñadora que había concentrado en su interior y adelantó el cuerpo para contemplar de nuevo la tierna figura de sus fantasías recostada frente a él en la pálida oscuridad. Sí, allí estaba, era verdad, siempre fiel, la que lo amaba había venido con él, a él…, una y otra vez lo envolvía con su presencia tangible. Como si algo dentro de ella hubiera sentido en la distancia esa mirada que la buscaba, el tímido roce de una caricia, se incorporó y miró a través de los cristales, detrás de los cuales pasaba corriendo un incierto paisaje húmedo y oscuramente primaveral, resplandeciente como el agua.
—Ya deberíamos haber llegado —comentó ella como si lo dijera para sí misma.
—Sí —suspiró él profundamente—, se está tardando mucho.
Ni él mismo sabía si estas palabras lanzadas al aire con ansiedad se referían al viaje o a los largos años que habían pasado hasta llegar a este punto, a esta hora; una total confusión entre sueño y realidad atravesaba sus sentimientos. Sólo sentía las ruedas que corrían bajo él rumbo a su destino, al encuentro de un instante que él no podía precisar en medio de su extraña turbación. No, no debían pensar en ello, sólo se dejaban llevar blandamente por un poder invisible, al encuentro de algo misterioso, irresponsable; hacia algo que relajara sus cuerpos.
Había en todo aquello una especie de expectación, semejante a la de los novios, dulce y sensual, y que, sin embargo, se mezclaba oscuramente con el miedo previo a la consumación, con ese temor místico que surge cuando, de repente, algo infinitamente anhelado se acerca físicamente al corazón, que lo recibe con asombro. No, ahora no debían pensar en nada, ni querer nada, ni desear nada, sólo permanecer así, arrebatados en medio de un sueño, dirigiéndose hacia lo desconocido, arrastrados por una marea extraña, sin tocarse pero sintiéndose, deseándose pero sin alcanzarse, balanceándose sobre el destino, reintegrados en su propio ser. Seguirían así durante unos minutos, que parecían ser una eternidad en ese prolongado crepúsculo envuelto en sueños, aunque, con un leve temblor, ya se perfilaba la idea de que aquello podía llegar pronto a su fin.
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Editado: 13.04.2023