—No eres Telma –dijo Emilia con desdén, mirando al hombre que se había acercado a ella. Echó una ojeada alrededor. ¿A dónde se había metido esa muchacha?
—Emilia –dijo el hombre, y ella se giró a mirarlo—. Estás aquí… Viniste.
—¿Me conoces?
—Estás hermosa—. Emilia se cruzó de brazos y sonrió nerviosa.
—Ah… gracias. ¿Quién eres?
—Y hueles a rosas—. Emilia lo miró fijamente, pero allí estaba bastante oscuro. Sólo pudo ver la forma recortada de su cuerpo a contraluz. No cabía duda de que era un hombre alto, y de espaldas anchas.
—Bueno, sí… es el perfume que…
—Te amo –dijo él acercándose más. Emilia frunció el ceño. ¿Era este su pintor de rosas? –Te amo –repitió él.
—Ah… pero… yo… no te conozco—. Él se acercó aún más, y Emilia pudo al fin ver más claramente sus facciones. Nariz recta, barbilla cuadrada, ojos oscuros, aunque de eso no podía estar segura por la escasa luz del lugar.
Él sonrió mirándola, y en su rostro se expresó tanta ternura que Emilia olvidó que debía tener miedo. Después de todo, estaba sola aquí, en un sitio solitario entre los árboles. Si gritaba por ayuda en caso de que lo necesitara, seguro que ninguno de los borrachos asistentes a la fiesta la oiría, y en caso de que la escucharan, no acudirían a ayudarla. Pero este hombre le estaba sonriendo como si al fin hubiese encontrado un tesoro largamente buscado, largamente anhelado.
—¿Eres tú… el de las rosas? –él no contestó. Sólo elevó una mano y tomó un mechón de su cabello, pasándolo entre sus dedos con delicadeza.
—Tan largo –susurró él—. Tan bonito—. Su voz la recorrió por completo, sintiéndola desde los cabellos que tocaba hasta sus pies, pasando por puntos extraños de su cuerpo. Su simple voz.
—¿De qué me conoces?
—Te he amado… desde que te vi. Eres un ángel. Mi ángel; fuerte y guerrero. Te amo, Emilia –él se inclinó para besarla, y extrañamente, Emilia no rehuyó a su contacto. Los labios de él tocaron los suyos con extrema delicadeza; olía bien, eclipsando un poco el molesto olor de las flores nocturnas de hacía un momento. No olía a licor, o cigarro, como cabía esperar al estar también en esta fiesta.
Sí, olía bien. Un aroma que se mezcló con las fragancias de la noche, y ya no le molestó como antes. Era agradable.
Emilia se fue relajando con su suave contacto e incluso apoyó sus manos en los brazos de él, cubiertos por lo que parecía ser cuero fino. Él atrapó sus labios en los suyos en un beso delicado. La estaba adorando con este beso. Vaya, no se imaginó que algo así pudiera ser tan dulce. Había recibido besos antes, pero ninguno como este.
Pero el beso se fue volviendo exigente, y él la atrapó en sus brazos rodeándola por la cintura y pegándola a su cuerpo.
—Oye… —reclamó ella un poco suavemente, aunque alejándose. Él, viéndose privado de su boca, besó su mejilla, y fue haciendo un camino hasta que llegó a su cuello. Tenía que doblarse un poco para llegar allí, pero por lo demás, parecía que simplemente esto era perfecto. Emilia se sintió extraña, como si algo caliente y espeso fuera quemándola por donde él iba besándola, y no era para nada desagradable. Se sintió asustada de sus propias reacciones—. Ya, basta –le dijo, aunque sin mucha fuerza. ¡Estaba cediendo ante el extraño encanto que contenían los besos de este hombre y ni siquiera sabía su nombre!
Sin embargo, él la fue conduciendo hasta que la tuvo contra un árbol.
—¡Oye, espera! Yo no soy una… —se detuvo cuando sintió la mano de él debajo de su falda—. ¡Qué te pasa! –gritó. Le hubiese encantado poder tener un buen ángulo para abofetearlo. ¿Qué le pasaba? Sin embargo, él no atendió a su reclamo, y siguió besándola, pegándose a ella y atrapándola contra el árbol. Emilia luchó entonces con todas sus fuerzas para alejarlo. Encantador o no, ella no le había dado permiso para esto.
—¡Déjame! –volvió a gritar. Pero él era como una roca, o un muro.
—Te amo –repetía él.
—¡No, no! ¡Suéltame! ¡Me haces daño! –él la silenció con un beso, y aunque era igual de apasionado al primero que le diera, ya no tenía la misma ternura. Ahora estaba lleno de urgencia, una urgencia que ella no iba a satisfacer—. Que te haya besado hace un momento… –intentó razonar ella luego de morderlo, consiguiendo así separarse— no quiere decir que me vaya a convertir en tu mujer.
—Mi mujer –dijo él, como si se hubiese iluminado su mente—. Oh, sí. Mi mujer.
—¡No! –gritó ella cuando él tocó su ropa interior. Y luego, cuando hizo fuerza para bajarla, gritó con toda su garganta.
Sin embargo, y a pesar de sus gritos y ruegos, él no se detuvo. La aprisionó contra el suelo al pie del árbol, tomó con una mano las suyas y siguió besándola, diciendo que la amaba, y, sin embargo, haciéndole daño.
Rogó, exigió, amenazó, lloró. Pero nada surtió efecto, y cuando lo sintió intentando entrar en su cuerpo, Emilia supo que no habría salvación para ella.
¿Qué había pasado? ¿Por qué había llegado a esto? Todo había empezado de una manera muy dulce, sus besos, sus palabras… Era su culpa, pensó. Debió salir corriendo en cuanto vio que se le acercaba, pero estúpida, cayó en la red como una tonta mosca y ahora estaba atrapada en ella y sin escapatoria. Las lágrimas bañaron sus sienes, internándose en su cabello, y miró el cielo a través de las copas de los árboles tratando de llegar a Dios con su ruego.
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Editado: 16.12.2021