Antes de la oscuridad.
JACK
Solía ser impulsivo, lo que con constancia me llevaba a meterme en severos problemas. En mi afán de buscar alguna pizca de emoción, me acercaba arriesgadamente al peligro. No me detenía a pensar en consecuencias, creía con vigor que nada pasaría; que todo siempre estaría bien.
Y erré tantas veces por estimar verídico aquel pensamiento. Fui tonto, irracional e imbécil.
Hogaño, recordaba con pesadumbre cada momento vivido con anterioridad a esa noche. Me afligía ver a mis amigos y saber cómo los había llevado hacia la destrucción; se sentía tan horrible porque era consciente de que no me culpaban, pero yo mismo lo hacía. Me reñía esa estúpida idea y odiaba tener que contar cada segundo, como si fuese un jodido milagro estar respirando.
Lo odiaba.
En ese entonces, me hallaba sentado en uno de los escalones que te daban la bienvenida a aquel tétrico lugar. El frío te calaba los huesos, pero pensé que eso lo volvía mucho más «interesante», y las sombras que me rodeaban me hacían sentir ansioso; casi como una presa. Me comenzaba a arrepentir, esa parte, la racional, me decía sin cansancio que lo mejor sería volver, que me estaba metiendo en un terrible dilema. En cambio, la otra, la insensata, me gritaba intensamente que esto erradicaría el aburrimiento y nos haría bien.
Así que decidí escucharla y quedarme a esperarlos. Porque sí, sabía con certeza que vendrían.
Escuchaba un sonido que se repetía con perseverancia. No distinguía qué podía estarlo ocasionando, pero empezaba a hacerme perder la paciencia. Se asemejaba al sonido que hacen los relojes cucú al cambiar de hora, pero aquel se escuchaba con fuerza y no era el canto de algún ave lo que se oía, sino algo más siniestro.
Parecía una canción.
Me levanté rápidamente, sacudiendo mi pantalón y acomodando mi mochila sobre el hombro. El viento ocasionaba que mi cabello color caoba se moviese a su antojo, sin dirección específica. Perdí la noción del tiempo, no era consciente de cuánto había transcurrido desde mi llamada a Nishta, pero creía que había sido, cuanto mucho, hacía una hora.
Con el móvil apagado —porque tuve la brillantísima idea de traerlo con poca batería—, ninguna forma de comunicación y solo una mochila con una libreta, algunos lápices y cuantiosos dulces; no me quedaba otra opción que seguir aguardando, mientras escuchaba el incesante sonido proveniente de la casa; que aparentaba tener como función exasperarme.
—Valentía y estupidez —escuché y giré rápidamente, encontrándome con una silueta a través de los arbustos. Sonaba cercana…, pero se veía demasiado lejana—. Eso es lo que veo.
¿Cómo replicar? ¿Acaso la valentía y la estupidez no iban de la mano?
Apreté el lazo que colgaba sobre mi hombro y observé cómo la figura se movía sin pudor alguno por el jardín; se estaba acercando. Fueron fracciones de segundos en los que pude distinguirlo. Era un hombre de complexión robusta y caminaba con movimientos perezosos, como si me estuviese dando tiempo a escapar, pensamiento que se me cruzó por la mente y que, sin embargo, no llevé a cabo.
La curiosidad, mierda, la curiosidad iba a costarme tanto.
Cuando estuvo cerca y la luz dejó de cubrirlo, pude detallar más a profundidad sus rasgos. Sus ojos son de color negro, quizá el más penetrante que había visto a lo largo de mi vida. Me observaban soberbios, buscando encontrar el miedo y deseo de huir. Su piel pálida me recordaba a Reece y, cuando esbozó una sonrisa similar a la de un felino, me arrepentí de no haber escapado.
Retrocedí, dos, tres, cuatro…, no sabía cuántos pasos fueron, pero me alejé lo más que me fue posible. Hasta que, una súbita carcajada disminuyó aquel sonido que ya no se me hacía tan molesto.
—Eres realmente patético —escupió.
Cualquiera en mi lugar lo habría tomado como una ofensa, ya que, ciertamente, lo era. No obstante, en ese momento sabía que aquel hombre poseía un poco de razón: era patético. Todas las historias que mamá me contó sobre esta casa, todas las veces que mi papá me advirtió sobre ella y todas las promesas que hice de no acercarme nunca, empezaron a correr en cámara lenta, como flashes, en mi cabeza.
Me aturdían los recuerdos y me cabreaba ser tan consciente de ellos.
— ¿Quién es usted? —inquirí, tratando de sonar imperturbable.
—Mi nombre no es algo que deba importarte —expresó con frialdad—, mocoso.
Me arrepentí. Y lo hice con tanta intensidad que por momentos ni siquiera me reconocí. Yo no dudaba de mis decisiones, jamás las cuestionaba y no me agradaba cuando los demás lo hacían. Pero esa noche, con la mirada de ese hombre sobre mí, me reconcomía el haber sido tan imbécil.
Editado: 16.07.2018