–Tenemos que decidir que vamos a hacer con las reuniones –respondo tranquilamente y saco una libreta para mantener mis manos ocupadas y de esa manera ocultar las emociones que me invaden–. Si nos quedamos aquí por mucho tiempo no podremos asistir. Y lo peor es que no podemos posponerlas. Mañana tenemos todo el día ocupado.
Salvaje guarda silencio. Mientras estoy hojeando las páginas de mi libreta siento su mirada posada sobre mí. No me quita los ojos de encima ni por un segundo, capta cada gesto mío, está tan atento a todo lo que hago que me pone tensa.
–Por supuesto, llamaré a todos los proveedores cuando la conexión esté disponible. Pero…
–¿Por qué me tienes miedo?
La voz ronca de Salvaje me obliga a levantar la mirada de la libreta.
Mis pensamientos se vuelven confusos cuando mi mirada se topa con la suya. Me pongo nerviosa. Estoy enojada conmigo mismo por tener una reacción tan estúpida.
Salvaje me está observando. Da la vuelta hacia mí con todo su cuerpo. Entrecierra ligeramente los ojos.
–¿Piensas que te voy a atacar ahora mismo, en el coche?
–No –digo avergonzada–. No pienso nada.
Sonríe irónicamente mientras observa mi reacción.
Retrocedo involuntariamente y sólo entonces respondo. Pero no puedo ocultar mi primer impulso. El miedo que sentía antes ahora ha desaparecido, pero aun así no puedo relajarme estando en compañía de Salvaje.
¿Quién sabe qué locura le pasará por la cabeza en el siguiente instante? No puedo olvidar el día de nuestro primer encuentro en mi antigua oficina.
–Tendremos que quedarnos aquí hasta la noche –dice Salvaje.
Abro los ojos. Todas mis emociones se reflejan en mi rostro.
–Eso si tenemos suerte –añade imperturbablemente.
–¿Y si no? –pregunto en voz baja.
–Vamos a dormir en el coche.
Presiona la palanca con un gesto elegante, y de repente el respaldar de su asiento se reclina. Salvaje se estira cómodamente demostrando con toda su apariencia que realmente tendremos que pasar muchas horas aquí. Se pone las manos detrás de la cabeza y cierra los ojos.
–¿Vas a dormir? –no puedo dejar de preguntar.
–¿Tienes alguna otra idea?
–No lo sé –exhalo ahogadamente–. Deberíamos hacer algo al respecto. Tenemos que salir de aquí de cualquier manera. Hubo un aviso de tormenta. Es posible que la lluvia no cese hasta mañana.
–Tal vez –dice tranquilamente.
–¿Y que vamos a hacer?
–Ya veremos.
Cojo mi cuaderno frenéticamente. Estoy tratando de calmar mis nervios. Apago el teléfono y lo vuelvo a encender. Aparece la señal de la red, pero no tengo tiempo de alegrarme, porque al siguiente instante la señal desaparece. Guardo el teléfono móvil en mi bolso. Saco la carpeta con los documentos. Intento distraerme, pero no lo logro. Guardo la carpeta.
–¿Quieres jugar a las cartas?
Me doy la vuelta.
Salvaje me mira entrecerrando los ojos.
–No sé jugar –digo en voz baja.
–Te enseñaré.
–No quiero.
Otra vez nos quedamos en silencio.
Las gotas de la lluvia golpean el techo del coche. El viento aúlla. Los truenos suenan cada vez más fuertes. Los relámpagos te obligan a cerrar los ojos. El mal tiempo arrecia con toda su fuerza.
Arrimo mi mejilla contra el frío panel que se encuentra delante del parabrisas. Miro afuera hacia a través del cristal empañado.
–Incluso si la lluvia amaina pronto, la carretera seguirá siendo mojada y peligrosa –digo–. ¿Qué haremos?
–Nos ayudarán a salir de aquí.
–¿Quienes?
Sorprendida, me doy la vuelta, pero Salvaje no responde mi pregunta.
–Descansa –me dice.
–No puedo –respondo en voz baja.
–¿Tienes hambre?
–No.
–¿Sed?
Niego con la cabeza y me aparto de él. Me envuelvo en la chaqueta. La calefacción funciona bastante bien, pero aun así siento un poco de frío. Tengo la piel de gallina. Me bajo las mangas para que él no pueda ver mis manos.
Salvaje se levanta bruscamente. Cambia de posición para poder llegar al maletero. Sus movimientos son fuertes y precisos. Y por alguna razón no puedo quitarle los ojos de encima.
Probablemente esto se esté convirtiendo en un hábito. No quiero perderlo de vista siempre cuando se encuentra cerca de mí. Quiero saber que está tramando.
–Toma.
Me entrega una chaqueta grande y abrigada que acaba de sacar de su bolso.
–Gracias, pero yo...
–Póntela –me interrumpe.
Y me cubre con la chaqueta. Me abriga como a una niña. Literalmente me estoy ahogando en su ropa de talla demasiado grande para mí, y también puedo sentir un olor a mentol y algo más, picante y agrio.